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Ana Betancourt es un alma viva en Cuba

Ana Betancourt Cuba
Collage CubaNet

LA HABANA, Cuba.- La bautizaron con el nombre de una santa. La llamaron Ana, como a la madre de María, como a la abuela de Jesús. Ella no nació en Belén ni hizo nupcias con Joaquín. Su nacimiento se produjo muy lejos de aquella tierra santa. Ana Betancourt miró la primera luz en la fértil tierra del Camagüey, y también en esos predios se matrimonió con Ignacio Mora, aquel patriota que se levantó en Las Clavellinas, solo unas semanas después de que lo hiciera Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua.

Y Ana no añoraba la tranquilidad del hogar si Joaquín se iba a la manigua. No la seducía el aireado zaguán de la casa en Puerto Príncipe, no añoraba quedar sentada sobre una comadrita para tejer un canevá, cuando ya Ignacio preparaba sus enseres para ir a la manigua. Ella no quería quedarse quieta mirando la mesa bien servida en la porcelana dispuesta con cuidado milimétrico a la hora de las comidas. Ana no estaba entre esas mujeres, “pobres y ciegas víctimas”, de las que hablara la Avellaneda.

Ana no sospechaba que un tiempo después un hombre grande llamado José Martí escribiría: “…y en el noble tumulto, una mujer de oratoria vibrante, Ana Betancourt, anuncia que el fuego de la libertad y el ansia del martirio no calientan con más viveza el alma del hombre que la de la mujer cubana”. Ana Betancourt no andaba buscando glorias. Ana quería, junto a su marido y desde la manigua, hacer una patria cubana. Ana escuchó al esposo cuando le dijo que todo lo que él tendría en lo adelante no iba muchos más allá de “una bala en el campo o el patíbulo en la ciudad”, y ella quiso compartir con él la bala y el patíbulo, como antes compartieran los mismos sueños y la misma cama.

El marido recomendó que sería lo mejor que se acostumbrara a la posibilidad de quedar viuda para que sufriera menos si en verdad le llegaba a él la muerte en la manigua, y ella quiso correr el mismo riesgo, la posibilidad de que cualquiera de los dos conociera la viudez. Ana reconoció los rigores de la guerra. Ana soportó esos noventa días atada a una ceiba, con los pies inflamados. Ana vivió despierta, y también dormida, atada a la ceiba como la patria a España. Ana soportó, sobrevivió.

Ana Betancourt, la primera que pidió la emancipación de la mujer, la que en Guáimaro exigiera derechos idénticos para hombres y mujeres, es casi una olvidada. Son muchos los jóvenes cubanos que ni siquiera reconocen su nombre, muchos son los que se encojen de hombro si es que se les pregunta por Ana Betancourt. La historia de “la nación comunista” la excluye con frecuencia. Las niñas cubanas, esa que son “pioneras” y quieren ser como el Ché, al menos en un lema y en la plaza de cualquier escuela, saben bien poco de Ana Betancourt, quizá nada, y tampoco la reconocen los varones, ni la muestran con empeño los maestros.

Ana Betancourt es una desconocida, incluso entre las mujeres federadas. Ana pudo ser, sin duda alguna, la figura central de cualquiera de esos tres logotipos que distinguieron a la federación de mujeres cubanas desde su fundación, y hasta hoy. Ana Betancourt, entre algunas otras mujeres, pudo estar en el centro de los muchos discursos del poder, pero aun así esa mujer que arrancó elogios a la Avellaneda y a Martí no está en la simbología de la FMC, no es parte del martirologio femenino de los comunistas.

No hay señal alguna de que sea Ana Betancourt la madre que carga al niño, mientras sobrevuela una paloma, en el primer logotipo de la FMC, tampoco es Ana la mujer con boina, y fusil al hombro, y que también carga a un niño. Tampoco aparece en el tercer logotipo, el que existe todavía, ese en el que la mujer con boina, con niño y con fusil, fue sustituida por la imagen de Vilma Espín, la esposa de Raúl Castro, la madre de Mariela Castro, la más central de entre todas las mujeres en todos esos años de “poder revolucionario”, la que quizá no tuvo que cargar a sus niños, porque de seguro tenían “manejadoras”.

Ana, la camagüeyana que conmovió a Céspedes y a Martí, es una olvidada en Cuba, una figura que no muchos reconocen, sobre todo si se piensa en los más jóvenes. Algunos de los más memoriosos quizá recuerdan que en el Hotel Nacional, ese que muy elevado mira al mar, a ese mar que salpica al malecón y que sobre él se desborda con frecuencia, se fundó una escuela de corte y costura, una escuela que habría hecho morir otra vez, y en esa ocasión de rabia, a Ana Betancourt, la mambisa camagüeyana. La mujer que desafió al poder español en la manigua redentora, convertida en el símbolo de las costureras.

La Ana que exigió la reivindicación de las mujeres, la que reclamó su derecho a estar en el campo de batalla junto a los hombres, la que soportó las vejaciones y maltratos de los militares españoles, convertida en una costurera. Puedo imaginarla al enterarse del infame agravio de esa “revolución” que con aquel gesto volvía a relegar a la mujer, que la ponía otra vez conduciendo las agujetas que tejían el estambre para el abrigo de los hijos y remendaban las heridas en la tela del pantalón del marido.

Y hoy es Ana una olvidada; generaciones y generaciones desconocen el ímpetu de esa mujer bravía y culta, de esa mujer que podría ser hoy una de las muchas Damas de Blanco que desandan las calles de cualquier ciudad de la isla exigiendo, reivindicando. Ana podría ser hoy una luchadora por los derechos humanos. Ana pudo estar en San Isidro y en huelga de hambre. Ella hoy sería una de esas muchachas de las que en noviembre se plantaron en las afueras del Ministerio de Cultura.

Ana puede que hoy se llame María, que responda al nombre de Camila, puede ser Omara, Tania. Ana podría ser hoy Anamely, o quizá una mujer que llena los muros de grafitis exigiendo libertades. Ana es también la esposa de un preso político, la madre que carga con una jaba cuando va de visita a la cárcel para encontrarse unas pocas horas con su hijo preso por exigir libertades. Ana Betancourt podría ser la madre, la tía, la abuela, de uno de los tantos que se ahogaron en el mar mientras trataban de vencer esas marítimas distancias que nos separan de los Estados Unidos.

Ana pudo ser la madre de un Plantado, de uno de los tantos muertos en Angola o Etiopía. Ana pudo ser la abuela del niño que quedó bajo su cuidado cuando la madre se fue a curar enfermos en África o América Latina, y pudo ser también, aunque tengas tintes de perverso, la abuela que cuidó al niño de esa mujer que fue a la calle a buscar a un “yuma” que aportara los dólares que precisaba para comprar la leche del bebé. Ana debe andar por las calles de La Habana, podría estar en las colas infinitas, pero no dirigiendo la FMC, ni el CENESEX.

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