LA HABANA, Cuba.- El uruguayo Daniel Chavarría, quien falleció el pasado 6 de abril a los 84 años en La Habana, donde residía desde hacía casi medio siglo, se definió jocosamente una vez como “un terrorista disfrazado de escritor”. Y no exageró demasiado en el chiste. Guerrillero frustrado, llegó a Cuba en 1969 procedente de Colombia, a bordo de una avioneta que secuestró a punta de pistola. Los aeropiratas en aquella época no eran como hoy, considerados terroristas, sino combatientes revolucionarios, así que en vez de ir a la cárcel y ser extraditado, fue acogido con los brazos abiertos en la Meca castrista.
Fue afortunado Chavarría al ser arrojado a Cuba por la marea guerrillera castro-guevarista: aquí descubrió su vocación de escritor, se hizo famoso y hasta llegó a ganar el Premio Nacional de Literatura.
A Chavarría no se le pueden negar méritos literarios, pero su obra es bastante desigual en cuanto a calidad. Fue el autor de Joy, Completo Camagüey y La Sexta Isla, aquellas novelas policiales estilo Sector 40 que escribió en la época en que tales bodrios eran alentados por concursos literarios que auspiciaba el MININT, pero también de excelentes libros como Aquel año en Madrid, El ojo de Cibeles y Una pica en Flandes.
Aunque afirmaba rehuir la lógica mercantilista, Chavarría en sus novelas utilizaba con fruición ganchos que resultaban infalibles para los lectores, tales como el suspenso, el humor y el sexo.
La última novela de Chavarría, Yo soy el Rufo y no me rindo, fue decepcionante, puro panfleto. Se trataba de una biografía novelada de Raúl Sendic, el líder de los Tupamaros, la guerrilla urbana que a inicios de los años 70, con sus acciones terroristas estuvo a punto de convertir a Uruguay, la hasta entonces llamada “Suiza de América”, en uno de los muchos Vietnam por los que clamaba Che Guevara.
En dicha novela, Chavarría no disimuló la apología de Sendic, a quien llegó a calificar como “el mayor quijote que ha dado la historia de la República Oriental del Uruguay”.
Y es que los líderes revolucionarios mesiánicos, como Raúl Sendic, que se creía el continuador de Artigas, y Fidel Castro, el continuador de Martí, fascinaban a Daniel Chavarría.
Su adoración por Fidel Castro lo llevó varias veces a hacer el ridículo. Como cuando con varios tragos de más, después de una cena en el Palacio de la Revolución, le espetó al Comandante que era un error negar su condición de dictador, sólo que lo era a la manera de los dictadores de la República Romana, como Cincinato o Fabio Máximo. O cuando en una recepción, también borracho, desquiciado ante la presencia del Máximo Líder, se arrodilló, y le pidió abrazarlo y besarlo.
El propio Chavarría confesaba que Fidel Castro lo enardecía, “con efectos insólitos, como el de trastornarme e inducirme a decir sandeces”.
Tengo que admitir que me disgustaba Daniel Chavarría. No tanto por su papelacero fanatismo fidelista, sino por lo mal que nos trató a los cubanos en su libro de memorias Y el mundo sigue andando.
Refería Chavarría en sus memorias que cuando llegó a Cuba, el paraíso revolucionario regido por su idolatrado Fidel Castro lo desilusionó e hizo tambalear sus conceptos sobre la factibilidad del socialismo.
Contaba Chavarría que la gente andaba mal vestida, hablaba a gritos y era grosera y amargada; las calles estaban sucias, los baños públicos clausurados y los capitanes de los mal abastecidos restaurantes trataban a los comensales como si fueran presos.
El recién llegado uruguayo, que tenía que comprar turnos a los coleros para poder cenar en un restaurante, contemplaba horrorizado a “aquel populacho mal vestido, que comía con modales horrendos, sorbía la sopa, se metía los dedos en la nariz y forrajeaba con sus bolsos”.
Para salir de su desencanto, Chavarría necesitó que un amigo, un exguerrillero argentino, le reprochara, “el comportamiento de señorito burgués, escandalizado por el mal gusto de las zapatillas de plástico rosadas y por los eructos de los comensales, sin ver que en Cuba se había entronizado el milagro de una verdadera revolución popular; y que esas personas feas, maleducadas y peor vestidas que yo veía escupir sobre las losas pulidas de un restaurante y apretujar sus sobras en grandes bolsas de nylon, era el auténtico pueblo cubano”.
Chavarría, convencido de que “el perfeccionamiento masivo de un pueblo requiere mucho tiempo”, esperaba que Fidel Castro reeducara a los cubanos. No haberlo conseguido fue lo único que le reprochaba el escritor uruguayo al Comandante.
Los cubanos no siempre fuimos la chusma que espantaba a Daniel Chavarría en 1970. Fue precisamente el desastroso experimento social de Fidel Castro quien la convirtió en eso, y como consecuencia, en la piara malhablada, desfachatada y forrajera que es en la actualidad. Por eso, no puedo disculpar a Daniel Chavarría, ni siquiera por sus novelas —las buenas, quiero decir— el desprecio que sentía por los cubanos. ¡Y así decía ser uno de los nuestros!