LA HABANA, Cuba. – Cinco días en huelga de hambre, sed y medicamentos han transcurrido para el biólogo cubano Ariel Ruiz Urquiola, quien decidió llevar su causa hasta la sede principal de los Derechos Humanos, en Ginebra, Suiza. Hasta el momento solo un funcionario se ha interesado en conocer el motivo de su protesta, mientras la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, mantiene prudencial distancia de lo que sabe es una categórica y muy grave denuncia al castrismo, orden político con el cual se entiende muy bien.
Precisamente en febrero de este año el canciller del oprobio, Bruno Rodríguez, se reunió con la exmandataria chilena para ratificar, en el marco del 43 período ordinario de sesiones del Consejo de Derechos Humanos, “el compromiso del gobierno cubano con la promoción y protección de todos los derechos humanos para todos”. Esa afirmación contrasta, punto por punto, con las incontables violaciones a las libertades civiles que se cometen en Cuba, y que cada año son registradas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El año 2019 y lo que va del actual han sido particularmente crudos en materia de represión. Cada incidente ha sido denunciado en redes sociales y a través de la prensa independiente. Todos son de conocimiento público y evidencian un claro patrón de abuso sobre ciudadanos que profesan descontento hacia el sistema. Activistas, periodistas y opositores impulsan su lucha pacífica bajo la amenaza de un aparato legislativo que se subordina a la policía política, estableciendo así una base legal para la represión.
Dichas irregularidades han sido sistemáticamente ignoradas por la Comisión de Derechos Humanos, o tratadas como una falla menor en comparación con los “logros” de un país del tercer mundo que ofrece a sus ciudadanos educación y atención sanitaria “gratuitas”. Con la fábula de la potencia médica y el altruismo internacionalista, la dictadura castrista ha comprado silencios y voluntades para evitar que los reclamos de la sociedad civil independiente lleguen a oídos de Michelle Bachelet, quien a estas alturas debe saber que ese activista que la espera en ayunas es un nicho de demandas: la del ciudadano impedido de ejercer sus derechos políticos; la del científico separado de sus investigaciones por revelar con ellas la impúdica corrupción del sistema castrocomunista; la del hermano que hace unos años se plantó en huelga de hambre para salvar la vida de su hermana enferma de cáncer, a la cual los médicos del Hospital Oncológico de La Habana enviaron a casa a morir porque el tratamiento que necesitaba era muy caro; la del hombre encarcelado injustamente en una escaramuza preparada por esbirros de la dictadura, y al que le fue inoculado en prisión el virus del VIH por un médico cubano, de esos que en televisión afirman que la vida del ser humano está por encima de cualquier ideología.
Con una voluntad inquebrantable y pruebas suficientes para respaldar su denuncia, Ariel Ruiz Urquiola espera ser atendido por la misma mujer que mereció la confianza de los ciudadanos del país más próspero de América Latina para un doble mandato presidencial; una mujer que es médico de profesión y sufrió en carne propia la violencia del régimen de Pinochet. Cada minuto que demora Bachelet en atender al reclamo del biólogo la hace desmerecedora de su alta investidura, y cómplice de la oscura tolerancia conque Naciones Unidas “sobrelleva” a la dictadura cubana.
No puede ser más que un complot lo que mantiene lejos de Cuba la atención de las instituciones defensoras de derechos humanos. Tendría que producirse un genocidio en su expresión más sangrienta y mediática para que alguien se dignara mirar hacia esta Isla y no le quedara otro remedio que admitir que lo que hicieron los Castro y ahora hace Díaz-Canel contra un pueblo devastado, no difiere en nada de lo hecho por cualquier otra dictadura, salvo la hábil previsión de lavar sus crímenes con colaboraciones médicas.
Ariel Ruiz Urquiola está dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias para que su demanda sea escuchada. El mundo debe escuchar su historia, a sala llena y con amplia cobertura de prensa, para que del tirano se sepa todo y más. Permitirle expresarse en el mismo espacio donde se han dirimido grandes problemáticas civiles, sería un acto insólito de buena voluntad por parte de una Comisión que en los últimos años ha mostrado una escandalosa inclinación al radicalismo de izquierda, comprometiendo en ello su imparcialidad.
Probablemente las alimañas castristas estén moviendo sus hilos para que un funcionario lo convenza de deponer la huelga a cambio de una reunión con alguien muy cercano a Bachelet. Tal vez estén tramando algo mucho peor. Pero hombres como Ariel no tranzan por salvar su propio pellejo, ni cejan en su misión de desenmascarar a un gobierno esencialmente corrupto, injusto y violento (no necesariamente en ese orden). Queda por ver si Michelle Bachelet es la clase de persona que puede vivir con la muerte de un activista pro derechos humanos en su conciencia.
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