LA HABANA, Cuba.- Al cumplirse un año del estallido social del 11 de julio, la dictadura castrista continúa negándolo. Aquella jornada de protestas masivas a nivel nacional fue, según la narrativa oficialista, un puñado de actos vandálicos incitados y financiados por los enemigos de Cuba; una provocación “de manual”, un intento de “golpe blando”. Además de la violenta represión, los miles de encarcelados tras las manifestaciones, los abusos cometidos y los reclamos llorosos del canciller del oprobio, Bruno Rodríguez Parrilla, a la administración Biden para que flexibilizara las sanciones impuestas por Donald Trump, el 11 de julio estremeció tanto al castrismo que el trabajo político-ideológico en cada rincón de la Isla ha experimentado una regresión a la década de 1970.
No es una estrategia efectiva, desde luego, porque toda la matraca ideológica se deshace frente a las penurias que sufren los cubanos, la vida de jeques que se dan los generales y sus familias, y los apagones que castigan a las provincias de Oriente sin que los funcionarios entiendan que las termoeléctricas del país —viejas y descuidadas— tienen más probabilidades de explotar que de funcionar.
El régimen está atado de pies y manos, obligado a insistir en lo único que tiene, aunque apenas le funcione: propaganda, demagogia y represión. Así, el día en que fuimos libres por primera vez desde 1959, se multiplican la presencia policial en las calles, los cortes de Internet, los actos de reafirmación por paquetes de pollo cada vez más escasos, las chácharas cansinas sobre una continuidad que es pura miseria, y los intentos por resucitar la doctrina revolucionaria en barrios que se caen de pobreza.
Tanto ha querido la dictadura negar o tergiversar lo ocurrido el 11 de julio de 2021, que ha terminado por conferirle una fuerza simbólica inaudita. Toda Cuba siente la energía de estas horas inmediatas al despertar que inició en San Antonio de los Baños y se extendió por toda la Isla gracias al teléfono móvil de un joven valiente, al que ese gesto costaría 8 meses de injusta prisión.
Hartos de la familia Castro, de la estupidez de Díaz-Canel y la insensibilidad de su esposa, de la ruina que a cada minuto crece y los ahoga, los cubanos no han dejado de expresar su descontento. Desde hace meses se percibe la inquietud del oficialismo, que ya no puede alardear de aquel Moncada al que Fidel Castro, tan cobarde como astuto, jamás llegó. La insurrección del 11 de julio empañó para siempre la conmemoración del hecho rebelde de 1953, que solo ha servido para demostrar que por muy despiadado que fuera Fulgencio Batista, resultó más benévolo que el dictador de Birán y los continuistas de su legado, capaces de imponerles 20 años de prisión a adolescentes por haber gritado “libertad”.
Desde el 11 de julio el castrismo no ha dejado de tambalearse. El miedo a caer lo ha llevado a un nivel de ridiculez y abuso que ni sus protectores en el ámbito internacional han podido edulcorar como solían hacerlo. Ya no hay capital moral para predicar nada, ni para pedir un centavo. Cuba ha entrado en liquidación, y con cada remate que se hace a espaldas del pueblo cubano, el mito de la soberanía va perdiendo consistencia.
Aquel estallido precipitó la debacle de hoy, al arañar la máscara de humanismo y justicia con que han intentado cubrir el verdadero rostro de la revolución. El zarpazo final lo ha dado la invasión de Rusia a Ucrania, que ha obligado al régimen a ponerse del lado de su gran aliado y sugar daddy para no tener que subastar la Isla, o vendérsela directamente al Kremlin.
En estos días de calma aparente vuelven los recuerdos y el ímpetu de aquella jornada en que los cubanos dijeron “Basta” y se lanzaron a las calles pidiendo a gritos libertad, derechos, alimentos, medicinas. De una punta a la otra Cuba fue sacudida y esa sensación, tan viva hoy como hace un año, es mil veces más poderosa que el Moncada trasnochado, tan lleno de pifias como cualquier libro de historia de Cuba escrito después de 1959.
Las caras jóvenes, sonrientes y desafiantes del 11 de julio remueven en los cubanos lo que no puede Ramiro Valdés, un viejo inútil y caprichoso que tiene el poder de mandar a callar, con un gesto de su mano, a Miguel Díaz-Canel, más puesto a dedo que nunca. Después del 11 de julio, el poder político solo genera asco y odio. Indumentarias, adalides, efemérides; todo ha sido barrido del altar de pueblo cubano que alguna vez veneró el liderazgo militar en la figura de Fidel Castro.
Los de arriba temen al 11 de julio porque saben que la gente espera una chispa mínima para volcarse de nuevo en pos de la libertad. Temen a lo que piensan y sienten los cubanos dentro de sus casas, a la fuerza que los inspira, a la ruptura irreversible con el Partido Comunista. Temen a la imposibilidad de mostrar un respaldo popular que no esté motivado por amenazas o privilegios.
El mes de julio ya no es propiedad de un puñado de delincuentes. Es un trozo de dignidad recuperado por el pueblo cubano a un altísimo precio; un dolor que atraviesa miles de hogares; un orgullo infinito y un espejo reluciente, que nos devuelve la imagen de la Cuba que queremos ser.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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