LA HABANA, Cuba. – Lo que desde hace años sospechan los cubanos fue confirmado por el diario oficialista Granma en un editorial publicado el pasado sábado, 17 de octubre. A raíz de la visita de Miguel Díaz-Canel Bermúdez al túmulo de Santa Ifigenia, un periodista equis no pudo seguir callado y reveló a quien quisiera leerlo que el mandatario tuvo una conversación con el fallecido dictador Fidel Castro. Fue algo breve, unas pocas palabras para zanjar cualquier duda sobre el futuro de Cuba; un diálogo hermético en el cual no cabía la menor digresión. ¿Vamos bien?, preguntó Díaz-Canel. Vamos bien, le contestó Fidel.
Aquel escueto intercambio que asomó triunfante en la primera página del periódico más importante de Cuba, dejó claro el misterio de por qué la nomenclatura suele llegarse de vez en cuando al monolito de Castro. No es añoranza ni devoción, mucho menos las ansias de hallar su punto zen a la vera del caudillo. La verdad es que los ministros están “enganchados” con la piedra.
Aún no se precisa cuál es la vía más efectiva para contagiarse del espíritu mesiánico de Fidel Castro. Quizás arañan la superficie del túmulo para luego esnifar ese sedimento, fumárselo o preparar el chute milagroso que contiene la dosis necesaria de desinhibición y delirio para comparecer en televisión y hablar barbaridades inconcebibles en boca de dirigentes de Estado. La plana mayor de la dictadura siempre ha sido inepta, pero de un tiempo hacia acá ha caído al nivel de Nicolás Maduro en materia de sandeces, y tal como se piensa del dictador venezolano, también se cree que los de aquí se están “sonando” algo espiritoso que suelta la lengua y hace explotar la imaginación en una cascada de guarapo y limonada.
Los viajes al pedrusco se otorgan por emulación, pero el beneficiado suele traer varios gramos extras para los “camboleros pensantes” del régimen (en el caso de Yusuam la sustancia viene mezclada con speed). Una dosis moderada para Alejandro Gil, que lo acople en su rittardando de dos horas en la Mesa Redonda, sin ir jamás al grano o demostrando al final que el grano es tan insignificante que con diez minutos hubiera bastado para explicarlo y desinflarle las esperanzas a los televidentes.
La piedra de Fidel Castro ha probado ser un potente alucinógeno, capaz de elevar a un descerebrado como Gerardo Hernández Nordelo y soltarlo en un mundo paralelo, idílico, rodeado de piñas y calabazas. Pinneaple Fields Forever sería el título del hit inspirado en su travesía, si tuviera al menos la mediocre tara poética de su compinche, Antonio Guerrero.
Que haya crack suficiente para todos es una tarea de la revolución (así, con minúscula), ahora que la verdad se está tragando a Cuba completa. Una verdad espantosa, inclemente, contra la cual no hay verborrea, consigna ni represión efectiva, por más que los esbirros se esmeren. Una verdad con vida propia, que arrastra consigo un odio nacionalizado y diaspórico; un odio que se vuelve contra todo el país mientras el diario Granma se entrega a devaneos místicos.
Quien escribió el editorial que confirmó al mundo que Cuba está regida por un cónclave de viejos locos, tembas oportunistas y muñecones relativamente jóvenes, debe haberle dado una larga fumada a la piedra antes de sentarse delante de su computadora a escribir semejante bellaquería. Esa sustancia peligrosa se ha esparcido por el alto mando de esta nación errante, conducida a timonazos por una jauría intoxicada. No hay otra explicación a tanto fanatismo estúpido. El monolito donde descansa ese crack del totalitarismo que fue Fidel Castro, se ha convertido en la fuente inagotable de inspiración para el absurdo y los excesos de una clase política desfasada, lastimera, repugnante.
“Vamos bien”, dice el escribiente anónimo que dijo la piedra. Olvidó agregar que vamos a buen paso y con amplia ventaja hacia la destrucción total, hacia la aniquilación, a hacer de Cuba un caserío que no iguala en decencia al que hallaron los españoles cuando pisaron esta tierra, hace más de 500 años. Y ni hablar de la gente, ingobernable, pusilánime, desprovistos de carácter la mayoría, remontándose a la plenitud de la utopía sin percatarse de que nunca habían sido tan vulnerables como en este momento.
Cada visita a la piedra es una bomba de estupefacientes que entra al torrente sanguíneo de la nomenclatura para recargar las baterías y mentir sin reserva durante un tiempo más, en esa euforia del futuro luminoso que está ahí mismito, siempre al alcance de la verborrea, en la ribera del delirio, en la imaginación calenturienta de perfectos fingidores. A algunos les dará el bajón depresivo una vez superado el arrebato, y pensarán en la catástrofe que están engendrando o ayudando a engendrar.
Pero ese lapso catatónico no ha de durar mucho. Un requisito indispensable para estar hoy en el poder es precisamente no pensar, no inquietarse, no darse por enterado de que la estática milagrosa está a punto de fallar y el enorme adefesio caerá, con todo el peso de sus vicios, sobre incautos, avisados e indolentes por igual.
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