LA HABANA, Cuba. – Si un solo paquete de entre dos y cuatro kilos de pollo congelado, a la semana, es lo que puede comprar una persona que hace la cola en el mercado ―quien debe dejar registrado su carnet de identidad en el “sistema” por medio de la app creada por el Gobierno para “combatir a los acaparadores y revendedores”―, entonces ¿tener más de una bolsa de pollo en la nevera de nuestras casas, en esa misma semana, pudiera ser considerado en Cuba como un acto de acaparamiento? Pues, probablemente sí.
Pensemos en que si hoy en nuestra alacena guardáramos más de dos bolsas pequeñas de leche en polvo o entre tres y cinco tubos de dentífrico y, por descuido, extraviamos el comprobante de nuestra compra, posiblemente estemos a las puertas de una tragedia si a algún chismoso o envidioso, tan solo porque le caemos mal, le diera por llamar a la Policía e insinuar que somos acaparadores o, peor aún, revendedores. Y esos dos “delitos” el Gobierno los está sancionando hasta con la cárcel. ¡Locura total!
Supongamos incluso que los productos que algunos han “acaparado” en sus casas han sido comprados en el exterior, que los han traído pagando sobrepeso a las aerolíneas en sus equipajes personales al regresar a Cuba, aun así la posibilidad de ser víctimas de un atraco policial no desaparece porque, de acuerdo con las normas de la Aduana en la Isla, no es legal importar más de dos conjuntos de aseo (donde, supuestamente, solo podrían incluirse dos tubos de pasta). De modo que ser el dueño de tres unidades de dentífrico, más que un motivo de orgullo en un país donde es privilegio cepillarse los dientes, pudiera ser un delito, una prueba usada en tu contra.
Y no es este articulista quien exagera, en realidad es nuestra “cotidianidad socialista” la que anda así de chiflada. Apenas me limito a ilustrar lo que está sucediendo.
Sabemos que, como una práctica habitual en nuestro contexto totalitario, cuando eres señalado como “enemigo del sistema”, el propio sistema se agarrará hasta de un clavo al rojo vivo para justificar sus excesos. A fin de cuentas es de lo que se trata este asunto de los coleros, acaparadores y revendedores porque los problemas de las colas y del desabastecimiento continúan ascendiendo en nivel de dramatismo, a pesar de los 22 000 “voluntarios” que han dado “el paso al frente”.
En verdad el Gobierno ha sustituido a los “coleros ilegales” por “coleros oficiales”, y de los beneficios que reporta el contar con una “licencia”, como si fuera una “patente de corso”, habla la propia cifra de voluntarios y la rapidez con que fue reclutada, reflejos de un “entusiasmo” muy similar al que vimos cuando se crearon los grupos de “inspectores estatales” para vigilar precios en los agromercados y combatir ilegalidades en el sector no estatal. En poco tiempo los inspectores se transformaron en una especie de mafiosos con los cuales es obligatorio pactar si se pretende mantener abierto cualquier negocio.
Los inspectores estatales jamás resolvieron el asunto de los altos precios y, como hemos comprobado en los últimos días con tanto “operativo policial” divulgado por la prensa oficialista, tampoco eliminaron las ilegalidades sino, por el contrario, multiplicaron aún más los mecanismos de corrupción. De igual modo está sucediendo ya con los “coleros oficiales”, una ocupación que comienza a ser tan demandada como la de un jefe de almacén o la de un administrador de cafetería, aun cuando por ella no se recibe salario. Algo bien “intrigante” en el contexto cubano.
La pregunta aquí, totalmente retórica, pudiera ser: ¿Por qué 22 000 personas, en un país al borde de la hambruna, deciden “voluntariamente” dedicarse a controlar las colas? Y que nadie me responda que por la misma razón “altruista” de los médicos que se van “de misión” a donde les ordenen ir, porque los volúmenes inmensos de sus equipajes al retornar a la Isla nos ofrecen otra respuesta más cercana a la verdad.
Además de fabricar a su más reciente “enemigo interno”, sobre el cual vaciar todas las culpas por el mal manejo de la economía, el Gobierno, al no tener una solución verdadera a la crisis ni voluntad para reconocerse culpable, también estaba obligado a crear al menos una némesis.
Con los “coleros oficiales” no solo se creó un “antídoto” —que en la realidad no es más que placebo— sino que, además, posiblemente el Gobierno estaría intentado darle una “ocupación” a una parte de esos miles de trabajadores que han quedado en la calle por el cierre de las empresas estatales a causa de la pandemia. Astutamente, pensando en los “beneficios” directos e indirectos, es decir, legales e ilegales, que les proporciona la labor de “coleros”, el régimen se ha ahorrado miles de salarios que ni puede ni está dispuesto a pagar pero que tampoco es indispensable que lo haga. Nadie se lo va a exigir. Así de “conformes” están.
Tengamos en cuenta que buena parte de los trabajadores estatales en Cuba no buscan empleo tanto por el salario que les pagan sino por los beneficios “no legales” que se agencian ellos mismos mediante el robo, una acción que casi nadie en la Isla nombra como tal sino que se prefiere llamar como “búsqueda”, “lucha”, el “invento”, el “tíbiri tábara”, sin los cuales hace mucho tiempo el sector empresarial estatal hubiera quedado sin mano de obra.
Por eso, en lo esencial, el Gobierno se hace “de la vista gorda” y no permite que la prensa oficialista —mucho menos la independiente— indague demasiado en el fenómeno. Ni en el de los trabajadores que laboran por la “búsqueda”, por el “extra”, y no por el salario oficial, ni tampoco en el oscuro y profundo entramado de la corrupción.
En ese sentido sería un error, más bien una ingenuidad, pensar que quienes crearon a los “anti-coleros” no se han percatado de que, como dice el refrán, apenas han desvestido un santo —el de los revendedores y coleros— para vestir otro —el de los “coleros legales”— que a la larga les causará tanto o más dolores de cabeza que los inspectores estatales que hoy actúan como gánsteres pero que, a corto plazo, como buen prestidigitador que siempre ha sido el Partido Comunista, les permitirá entretener a los ingenuos, que todavía los hay por cantidades.
Hace apenas unos días, cierta amiga logró adquirir una garrafa de cinco litros de aceite vegetal mediante una compra en línea. Según me cuenta, ella hubiera querido hacerse con más de una porque su familia es numerosa, pero solo le permitían esa que debió repartir entre todos. La dividió entonces en varios pomos de un litro cada uno, quedándose solo con uno para ella, mientras que los otros cuatro los llevó a su madre y a sus hermanas.
Camino a ver a sus familiares —dice mi vecina— fue interceptada por un policía que le preguntó por qué llevaba cuatro pomos de aceite, cuando solo debía tener dos, pero, además, por qué no los llevaba sellados y con el comprobante de la tienda, detalles que le hacían sospechar al agente que se trataba de una acaparadora, posiblemente una revendedora, es decir, en el leguaje del Gobierno, de una delincuente.
Después de una pequeña disputa mi vecina logró que el suceso no trascendiera a una situación aún más desagradable pero, con toda razón, se sintió insultada, agredida, sin duda alguna violentada.
Para salir ilesa y evitar el decomiso, tuvo que aceptar las acusaciones y reprimendas de un desconocido como si ella fuese culpable de algo que solo es clasificado como delito en Cuba. “Que no se vuelva a repetir porque eso lleva una investigación y una multa”, advirtió el policía a mi vecina, y esta prefirió dejarlo así, a fin de cuentas no podía arriesgarse a que le hicieran un registro en la casa.
Ese mismo día, recordó mientras discutía con el oficial, había comprado cuatro latas de leche condensada a otra vecina y de esa compra furtiva no podía mostrar un comprobante. Mi vecina, desde el punto de vista del Gobierno era una “acaparadora” y ni siquiera ella se había percatado del detalle.
Es absurda, es patética, es soberanamente estúpida nuestra cotidianidad en el comunismo, tan colmada de pequeños chantajes como de basuras que muchos se ven obligados a barrer bajo la alfombra. Así de perverso es el sistema. Es la realidad desbordada de absurdos la que estamos viviendo por estos días como parte de la peculiar “nueva normalidad” donde los extremismos, para decirlo con la poesía que no tiene el asunto, han alcanzado “su definición mayor”.
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