LA HABANA, Cuba. – Más que el miedo y la desmemoria por supuesto que ha sido la envidia el origen de muchos de nuestros males “entre cubanos”. Es doloroso aceptarlo, aún más procesarlo en nuestras mentes antes de la aceptación o negación final, pero nadie que ha vivido en la Isla, y que haya “catado” el amargo sabor del populismo “revolucionario”, puede decir que no es la envidia el móvil de tanta maldad y miseria que nos rodean, así como una de las herramientas mejor empleada por los represores para hacernos enfrentar a unos contra otros.
Un fiel lector de CubaNet lo apuntaba como comentario a uno de mis artículos y, sin dudas, lleva mucha razón. Creo que no solo abundan por acá y por allá las víctimas de esa baja pasión sino que van a tope los envidiosos a quienes le sobrarán siempre los pretextos para justificar y enmascarar delaciones, traiciones, zancadillas y todo tipo de bajezas lo mismo tras el oportunista “cumplimiento del deber” que hasta de una fingida ingenuidad o una risible “torpeza”.
Por momentos, en virtud de la “objetividad periodística”, me resisto a incluirla entre las variables que han propiciado nuestra debacle social, nuestra deriva, pero, en lo personal, cada día me convenzo más de que es sin dudas un elemento que no debemos despreciar en cualquier análisis sobre por qué algo en Cuba sucedió así y no de otro modo, por qué hoy el gobernante cubano es este y no aquel (que hoy continúa en “plan pijama”), incluso si deseamos saber por qué, a pesar de tan alto descontento popular, la dictadura se tambalea pero pareciera que jamás terminará de caer.
Y es que contra tal cúmulo de envidias individuales, que mueven gran parte de los procesos sociales y políticos que vivimos cubanas y cubanos, fracasan todas las leyes y fórmulas que pudieran funcionar perfectamente en realidades restrictivas similares a la nuestra.
No importa cuán “básico” o “complejo” sean el objeto o el sujeto de la envidia, lo cierto es que el sistema (y el comunismo en especial) funciona porque ofrece amparo y estimula ese sentimiento fácil de contagiar e imposible de corregir, es más, que se torna más destructivo e irracional con los años. Un comunista lo es porque envidia el capital que no posee y que no es capaz de generar, pero que jura que le pertenece. Este conflicto enfermizo es su razón de ser.
En tal sentido, bajando a la base del problema, no ha sido menos letal para nosotros ese episodio en que el chivato-envidioso del barrio, como “venganza” por habernos visto comer lo que no puede comprar, nos delata con el jefe de Sector por “poco sociables” o “aburguesados”, o nos niega un aval político para acceder a los estudios o a un empleo.
O aquel otro pasaje de nuestra historia, bien triste, en que “nos embullamos” a lanzarle huevos y golpear al vecino que decidía marcharse de Cuba no por su decisión, sino porque en realidad envidiábamos su valentía, su coraje al arrancarse, en aquellos años tan duros, esa máscara que hoy todos se quitan, como si fuesen valientes, cuando en realidad lo hacen porque hacerlo ahora no tiene graves consecuencias.
Ha habido un gran componente de envidia tanto en esos dos ejemplos como en cualquier otro que saquemos de la vida cotidiana, del presente.
¿Quién quita que detrás del negocio próspero que cerró el inspector y del registro policial y los decomisos no esté la delación del envidioso? Más cuando intuimos la existencia de un patrón que revela la selectividad de quienes caen y de quienes sobreviven a pesar de los pesares. Y no caigamos en hablar de “suerte” en un país donde sabemos cuánto nos cuesta.
Si revisamos bien a fondo este más de medio siglo de dictadura, encontraremos que hubo y continúa habiendo envidias personales e “institucionales” (o personales que trascendieron a lo institucional) tanto en el auge como en la caída de mucho “dirigente”, así como en las voluntades de aprobar una estrategia económica u otra, un empresario extranjero u otro, una inversión.
Porque si en muchos casos las envidias no han sido el motivo principal para salir o entrar al juego, al menos han sido el móvil que propició las “malas decisiones”.
De cierto modo algunos de nosotros hemos sido testigos directos de numerosos enfrentamientos personales, de rencillas, celos, choteos, mediocridades que terminaron en “defenestraciones”, en castigos, en injusticias, y hasta en “notas oficiales” del Granma donde, por supuesto, nada se dice sobre cómo y dónde comenzó lo que a la opinión pública apenas llegó como simple y repentina destitución.
Remontándonos en el tiempo, ¿qué fueron si no muchas de las expropiaciones en los años 60? ¿Qué serán algunas de las que están por hacer bajo las nuevas leyes que esgrimen el “interés social”?
¿Cuánta envidia hubo en la intención de ridiculizar y marginar a quienes se opusieron, a quienes no rindieron pleitesía a la dictadura naciente, o simplemente a quienes se apartaron? ¿Cuánto artista mediocre ha logrado hacerse visible solo en virtud de la lealtad política con la que disfrazó la envidia contra el verdadero talento?
Pero también, observando las otras muchísimas caras de esta falsa moneda, ¿cuánto han pesado la envidia y el egoísmo —siempre tan de la mano una y otro— en la dispersión de los movimientos opositores, hoy la mayoría desarticulados, menguados, distraídos por sus “conflictos internos”?
Porque la envidia ha hecho su trabajo en todos lados, en todas direcciones, dejándonos, con propósito perverso, un país maltrecho que no se salva solo con dinero y cambios políticos. Primero, antes de emprender cualquier otra aventura, hay que comenzar a cambiar las cosas por nosotros mismos, sin temor a corregir ni a reconocer cuán dañados estamos e incluso cuánto daño pudimos hacer. Las dictaduras caen cuando comenzamos por reconocer que somos nosotros mismos quienes las sostenemos y alimentamos precisamente con nuestros egoísmos.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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