LA HABANA, Cuba.- El ballet Don Quijote figura entre las obras que más agradece el público cubano. Con ella ha iniciado su primera temporada de 2018 el Ballet Nacional de Cuba, registrando una masiva asistencia —mayormente extranjera, hay que decirlo— a la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana.
Sobre la original de Marius Petipa y la versión de Alexander Gorski, la coreografía creada por Marta García y María Elena Llorente y dirigida por Alicia Alonso celebra ya el aniversario treinta de su estreno, acontecido el 6 de julio de 1988 en el mismo escenario capitalino.
La joya del repertorio clásico ruso se ajustó al concepto estético de la Escuela Cubana de Ballet gracias a una minuciosa revisión del original, que deriva hacia la estilización de lo español sin disminuir el valor de los elementos folklóricos que distinguen la obra. En los roles protagónicos de Kitry y Basilio se concentra tal propósito, matizado inicialmente en las escenas aldeanas, y redondeado en el grand pas de deux del tercer acto.
El hermoso ballet en tres actos constituyó el primer intento latinoamericano por incluir al hidalgo cervantino dentro del catálogo clásico. En aquella ocasión los personajes principales estuvieron a cargo de duplas inolvidables como Amparo Brito y Jorge Vega, María Elena Llorente y Rolando Candia, o Dagmar Moradillo con Fernando Jhones, quienes convirtieron aquel estreno en un legado para la posteridad.
En la versión cubana se introdujeron algunos cambios en virtud de ganar síntesis y dinamismo, pero de forma general se acoge al original Petipa-Gorski. En comparación con otras obras de factura rusa, Don Quijote no delata un alto contenido dramático ni alardes técnicos, pero posee un notable preciosismo artístico que permea cada detalle de la historia. El vestuario, la escenografía, los ambientes, la música ejecutada en vivo y la brillante interpretación de los mejores bailarines que hoy tiene el Ballet Nacional Cuba hicieron de la función del pasado domingo una tarde memorable.
Annette Delgado y Luis Valle en los roles de Kitry y Basilio estuvieron arrolladores. Ambos tenían tantas ganas de bailar y fue su interpretación tan perfecta y llena de clase, que el público estallaba en intermitentes ovaciones. El ballet transcurrió como un viaje a la España del siglo XIX invadida por los franceses, donde el Quijote y su fiel ayudante cobran vida para defender dos invaluables tesoros de la humanidad: la libertad y el amor.
Con las principales figuras elevando el listón a cotas de excelencia, el cuerpo de baile superó muchas de sus imperfecciones para ofrecer una ejecución decorosa, aunque el camino del aprendizaje parece no tener fin. Continúa apreciándose la falta de sincronización y conocimiento mutuo entre las parejas, como si los bailarines asumieran que el público no los observa por tratarse de figuras secundarias.
La danza clásica no admite lo que algunos llaman “relleno”. Cada ejecutante forma parte de un cuadro donde todo elemento es importante, y nada escapa al ojo atento de los balletómanos. En la escena de los aldeanos hubo miradas y gestos que no se encontraron, o no fueron correspondidos; pequeñas imprecisiones disimuladas en el jubileo general, pero que deslucen la armonía del conjunto.
Un momento feliz fue el cuadro escénico de los toreros, distinguido por Patricio Revé en el personaje de Espada, con el grato añadido de la bailarina y coreógrafa Ely Regina en el rol de Mercedes, su amante.
Durante el segundo acto, el cuadro de los gitanos, con especial mención al talento y las cualidades físicas de Daniel Rittoles, superó en mucho a la escena de las Dríadas, que no lograron bailar al unísono ni sacudirse el hieratismo propio de las Willis (ballet Giselle). Aún hay mucho por pulir, desde la construcción de los personajes hasta comprender la diferencia dramática entre Willis, Dríadas y Sílfides. El hecho de que todas sean criaturas oníricas no significa que se interpreten de la misma manera.
Los altibajos del segundo acto fueron rápidamente borrados por el grand pas de deux de Annette Delgado y Luis Valle en un magnífico cierre. Ambos fueron todo lo que se espera de primerísimas figuras del ballet cubano.
Annete, la más princesa de las princesas, coqueta e histriónica, dueña de cuanto hay que saber en los predios de la danza clásica. Luis Valle, “con el que todas quieren bailar”, es una rara mezcla de gallardía, elegancia y virtuosismo. Excelente en todo lo que hace, será un compañero perfecto para las joyas que aún quedan en el Ballet Nacional de Cuba.
Tanto Valle como Ely Regina dejaron la compañía Acosta Danza para regresar al imperio de Alicia Alonso. Aún no han sido esclarecidos los motivos, pero al parecer se impuso la nostalgia por los clásicos. Lamentable pérdida para la nómina de Carlos Acosta, y ganancia absoluta para el Ballet Nacional que, en lo sucesivo, será mucho mejor.