VILLA CLARA, Cuba.- Cuba isla querida, cual permanencia real o imaginaria de casi todos los cubanos nobles e innobles, prefigura en el centro de nuestras (pro)creaciones. No importa si políticas, sociales o culturales fueran las primordiales, porque para esta mujer que hoy entrevisto, su pedacito de nación es la ciudad de Santa Clara y en mucho además lo es el parque Leoncio Vidal, que constituyen fuentes naturales/derruidas/¿reconstruibles? donde abrevar la sed artística.
Si hubiera que señalar a una defensora rica –y sin dinero– del legado de la patricia y benefactora local Martha Abreu, ello sería justo a esta “artista primitivista”, o como se le llame al arte prohijado de espontaneidad y buenas intenciones. Una erudita (Teresa Crogé) la asoció a pintor famoso y europeo.
Pero también lo es su hogar, nicho sagrado, la patria chica. De aquellos que la abren para dejar pasar a entes –de luz–, “como su corazón, buscando altura” (según recuerdo de un poema de Pablo Neruda a un hipotético “Amigo” perdido en 1972).
Porque coincidentemente la casa de Susana estriba en el segundo piso de una construcción Art Decó, de las que aún quedan en pie. Y desde allí se aspira (a) más.
La Trueba (hispano–cubana), no es pintora que cursara estudios de pintura ni le picara el bichito tempano, como se dice. No tuvo infancia –ni adolescencia– garabateando papeles, de tirarse emplastos o hacer rayones sobre las paredes.
Es ahora “la pintora de la ciudad” y punto. De hecho, comenzó a hacerlo tarde. Tanto, como a los 40 años. Entonces, ya arrastraba dos décadas de que se graduara de Filología (1979) en la Facultad de Humanidades de la UCLV. Cumpliendo el inviable servicio social.
Casó con Roberto Avalos Machado y tuvieron un crío: Raúl, quien heredó la vocación de sus ancestros. Entonces, estoy sentado entre una familia crecida por dentro bajo el influjo abrasador de la plástica y la hermenéutica menos conservadora, tras los pasos acelerados por el Museo de Historia más el de las Artes Decorativas, que ayudaron a forjarle vocación.
Hasta que comenzó la dispersión natural de clases, todo se mantuvo en pie. Pues no solo del país la familia emigró temporalmente, también se dispersaron, con el inacabado período especial, las memorias museables y de marras, también tras el deseo de seguir peleando.
Hubo, no obstante, retornos al terruño, luego de explorar foráneos sitios alternativos/receptivos, lo que consolidó el quehacer individual de estos dibujantes natos, derivando en variantes enriquecedoras que rindieron a la larga insospechados frutos.
Un ejemplo es que recién Susana aperturara, casi sin darse cuenta que transgredía una costumbre parsimoniosa, esa casona alta (cita en un entramado glorioso: ¡Candelaria 69! Entre Colón y Maceo, ¡qué par!) de par en par, y no por falta de espacios leales o cívicos donde exponer, sino por puro placer combinado con el desencanto que (des)proporcionaba un programa unidireccional llamado “Santa Clara con todos”, el que debió ser diseñado para muchos que devino en algunos pocos, intentando nuestra heroína que la gente común subiera a apreciar la obra obsesiva que supera con mucho a su propia estima.
Porque el programa estatal no funcionaba –¿por culpa de los funcionarios?– ni funcionó bien nunca. No lo sabríamos, pero podemos intuirlo.
E intituló su muestra “El Arte por la Ventana”, lo que significaba semánticamente no solo tirar lo inservible afuera o defenestrarse a sí misma, sino también concitar al pedestre –instruido o ignorante–, a emprender un recorrido estético/juicioso/comedido a través de la sus obras expuestasrtir ubernamentalesheredntre , on en lo alto y agotador del verano, asolintimidad altiva de su llaneza creativa.
Y a sensibilizarse también, ¡cómo no! como si además de pintora fuera abierta defensora ecológica (que no lo es, al menos de carné o asociación fútil), con el maltratado entorno que es deriva de perezas e indiferencias inexplicadas. Ella, en su civil condición de rescatista empecinada y prima ciudadana assoluta, brincó sobre el caballete como la que más, y quedó a la vera de reacciones en cadena.
El resultado final fue fabuloso: las visitas proliferaron en –y desde– lo más alto y agotador del verano insular, ese que espanta al público enrolado en cualquier conglomerado, máxime si no está politizada la tarea, tanto como compartir las energías que en aquellos espartanos despertaron (esa confesión quedó pendiente, por fina modestia de mi entrevistada), desnudos de prejuicios y atributos frente a las obras expuestas.
Elogio de la Memoria, El árbol de mis Deseos, Ciudad del Recuerdo y Entre Ciudades, son algunos de los preclaros títulos a los que se han referido –expertos en reseñas–resúmenes poéticos/expositivos de esta mujer inquieta, dulcísima, y sabedora de ancianos secretos citadinos, poseedora de dedos adiestrados en hurgar la llaga profunda y escondida de la sociedad, la que nos toca por designio mayor, alguien que no se cansa de improvisar con trazos y mucha imaginación, los desbordes del corazón.
Aunque solo sirviera para sentirse liberada haciendo palpitar/cavilar a los demás, valió la hermosura de la pena.