LA HABANA, Cuba.- Medievalista, surreal, neohistoricista, épica… son algunos de los términos que han acompañado a la obra del artista plástico cubano Rubén Alpízar. En ella se abre un espacio de diálogo con el espectador, que le permite orientarse a través de un imaginario diverso, cruzado por las coordenadas del arte universal, y que a la vez funge como registro iconográfico de la sociedad cubana actual.
La exposición que por estos días acoge la galería Villa Manuela, titulada La habitación del simulacro, demuestra una vez más que Alpízar cuenta entre los pocos creadores que rehúye la tónica dominante del arte contemporáneo y su empeño en abusar de un conceptualismo de catacumba, inextricable incluso para los especialistas. Su obra toda, que despegó en la década de 1990, es tan prolija, amena e ingeniosa que cualquier espectador ―sea o no conocedor de la historia del arte― se deja seducir por la realidad recreada en el lienzo, y despereza su curiosidad para disfrutar de un juego intertextual que atraviesa el océano de la cultura universal.
El empleo del collage y el pastiche propagan la “contaminación” iconográfica. En la serie Qué vida más sana, qué mente más perversa, el clásico Discóbolo toma impulso para lanzar un disco compacto; el dedo digital del mouse hurga en la herida de un mártir; el cuarto de Van Gogh es transformado en una habitación cubana de alquiler a turistas; un Cristo bizantino hace surfing sobre la ola encabritada en una estampa Ukiyo-e del período Edo japonés; y el urinario de Marcel Duchamp se convierte en una nueva Fontana di Trevi donde Anita Eckhbert y Marcelo Matroianni reviven la inolvidable escena del film La dulce vida.
Este lúdico aprovechamiento del patrimonio artístico familiariza a los personajes y ambientes creados por Vermeer de Delft, El Bosco, De Chirico o Rembrandt con la contemplación y el exhibicionismo insulares. En varias ventanas emerge una Cuba reinventada, que parece precipitarse en el caos con su pesada carga de mutación cultural, impuesta o voluntaria, donde gravitan los criollos de estos días y persiste la presencia de los “idos” y muertos que configuraron el devenir de la Isla.
El tema del exilio, que por momentos resulta tautológico y agotado, es asumido desde otra perspectiva en una de las obras de la serie titulada Mi Arca. No se trata de la mera alusión a uno de los grandes asuntos del arte inspirado en un episodio bíblico; sino de la apropiación de una idea providencial que, según la leyenda, salvó a la humanidad del diluvio universal y ahora es recontextualizada para salvar la memoria de una nación.
En el Arca de Alpízar viajan individuos y símbolos cubanos que en su momento fueron excluidos por una aviesa lectura de la historia. Para no ser olvidados, se convirtieron en los elegidos del artista Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Olga Guillot, Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Celia Cruz, Jorge Mañach, Antonia Eiriz, Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Severo Sarduy y tantos de inconmensurable valor que son desconocidos para las nuevas generaciones de cubanos.
Con ellos viajan soles de otras latitudes ―Léon Trotsky, Marc Chagall, Vasily Kandinsky, Arthur Miller― y cubanos que no por ser nombrados hasta la saciedad, están a salvo del olvido, como José Martí y Félix Varela. La idea del Arca poniendo a salvo su preciosa carga, refrenda la visión de Cuba como un país cuya grandeza intelectual excede, con creces, sus dimensiones geográficas.
La habitación del simulacro, que permanecerá en Villa Manuela hasta el 31 de julio, es una oportunidad de disfrutar el arte contemporáneo y repensar la historia a partir de un juego de apariencias que simplifica, con el lenguaje de la creación plástica, un conjunto de realidades políticas, económicas y sociales.