LA HABANA, Cuba. – Cada uno de los artistas que conformaron la vanguardia plástica cubana en la primera mitad del siglo XX, acuñó una obra muy personal, con un estilo claramente identificable a la hora de plasmar la revolución estética que se estaba desarrollando.
El interés por representar fuera de la visión convencional y el limitado marco formal impuesto por el academicismo es apreciable en el quehacer estético de figuras como Amelia Peláez, Carlos Enríquez, Marcelo Pogolotti, Víctor Manuel García, Arístides Fernández, Eduardo Abela, Wifredo Lam, Jorge Arche o Antonio Gattorno, artistas todos cuya producción se distingue por las soluciones formales escogidas, las técnicas empleadas, o la fijación con determinado tema.
El más original de todos fue, sin dudas, Fidelio Ponce de León, el único que no estudió en la Academia de San Alejandro ni viajó a Europa para nutrirse de las fuentes del arte de vanguardia en sus plazas naturales.
Nacido en Camagüey con el nombre de Alfredo Fuentes Pons, Fidelio fue un pintor que no se dejó arrastrar por la obsesión con “lo autóctono”, la identidad nacional, el indigenismo, el afrocubanismo o cualquier otro atavismo de la época. Su vida estuvo marcada por la tuberculosis y el alcoholismo. Fue un hombre frágil, pero intensamente creativo.
Entre tanta algarabía por “los colores del trópico”, los cuadros de Fidelio captaron la atención de la crítica, que supo ver en aquellas figuras fantasmagóricas de abundantes texturas y espléndida armonía cromática, la naturaleza del verdadero genio, el que se resistía a todas las clasificaciones. Introvertida, visceral y sutil, su poética se manifestó a contracorriente de la de sus contemporáneos, caracterizada por el uso de una paleta de blancos de zinc, ocres, azules y verdes enfermos.
Considerado el expresionista del arte moderno cubano, Ponce ganó el Premio en la Primera Exposición Nacional de Pintura y Escultura (1935) con su obra “Las beatas”. Tres años después repetiría la hazaña con su cuadro “Los niños”.
Durante la década de 1940, los cuadros de Fidelio Ponce fueron incluidos en varias muestras colectivas dentro y fuera de la Isla. A pesar de su genialidad, su obra nunca fue bien remunerada. El artista se ganaba la vida pintando rótulos para los comercios e impartiendo clases, mientras se agudizaba su adicción al alcohol y la tuberculosis minaba aceleradamente su salud.
Fidelio murió en febrero de 1955, dejando una vasta producción pictórica que puede ser admirada en la sala de Arte Moderno del Museo Nacional de Bellas Artes.
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