VILLA CLARA, Cuba.- En la cara de Félix pueden contarse, a la vista, más de siete piercings: en las cejas, en las orejas, en los labios. Cuando habla puede notársele otro, grande y brilloso, en el mismo centro de la lengua. Su cabeza es una masa de pelos puntiagudos con un peinado tan perfectamente elaborado que las astas no se inmutan al toque de la ventolera. Los ropajes parecen sucios, pero no lo están, es solo el aspecto que quiere simular, “para parecer un rockero de verdad”, dice, “debes vestirte con cosas que parezcan empercudidas o viejas”.
Félix Daniel Figueroa llegó a Santa Clara en el tren proveniente de Morón con un grupo de muchachos que no sobrepasan los 18 años para asistir como espectadores del Festival Ciudad Metal, el evento más longevo de los rockeros en Cuba que se organiza en esta ciudad. Permanecen en el parque, en El Mejunje, se alimentan con hamburguesas baratas y café aguado de los establecimientos estatales. Les han llamado palestinos, la gente les lanzan miradas de terror o desprecio. Algunos de ellos suelen dormir en los quicios, en los propios bancos de las plazas o en el muro del llamado malecón. “Siempre nos hablaron del festival, decían que apenas se dormía, que era brutal”, apunta Félix. “Este año, por la crisis con el transporte, no ha venido mucha gente de otras provincias. Está prácticamente vacío”.
El festival Ciudad Metal tuvo su primera edición en noviembre de 1999. Por ese entonces existía en Santa Clara un fuerte movimiento de bandas de rock alternativas sin espacios públicos para tocar. Al inicio, estuvo organizado en un parque de las calles Tristá y Carretera Central, pero, a causa de molestias causadas a los vecinos del lugar, por los decibeles de la música, fue trasladado hacia las cercanías del Estadio Sandino.
Por mucho tiempo asistieron al evento numerosas agrupaciones de prestigio nacional, profesionales y de estatus comercial. Sin embargo, los propios asistentes a varias ediciones confiesan que el Ciudad Metal se mantiene hoy gracias a las bandas aficionadas del Rock and Roll. La falta de presupuesto en las arcas destinadas a la cultura ha causado la negativa de muchos rockeros capitalinos de tocar gratis o por una paga insuficiente en eventos de este tipo, lo cual ha afectado significativamente la afluencia de público y la calidad del festival
El grupo habanero Infector, integrado por muchachos de 17 y 19 años, se presenta por segunda oportunidad en la ciudad. Los cinco lucen el pelo largo, a la usanza de los ochenta, y pertenecen a la Asociación Hermanos Saiz, la institución que les garantiza el hospedaje y alimentación durante los días que permanezcan en Santa Clara, pero no cobran un centavo por tocar en el Ciudad Metal. Tomás Ernesto Morales, de 21 años, se dedica a promocionar y vender la vestimenta que usan muchas de estas agrupaciones del país durante el evento. Su bazar itinerante se nombra “El mercado de Satán”, con ropa engomada que le llega desde Colombia.
Tomás se declara seguidor del festival hace varias ediciones y lo mira también desde una postura crítica. “Llevo muchos años de espectador. Este siempre ha sido el mejor del país, pero, desgraciadamente, hay un problema serio: no se cobra la entrada. El público santaclareño está adaptado a no pagar. A todos los festivales de este tipo a los que he ido en el país se cobra por ver los espectáculos. Eso ayudaría a que les paguen a los músicos. Una banda de La Habana, que tiene 15 años de fundada, no va a venir a tocar a esta ciudad por solo 5 mil pesos. Allá en la capital todo es color de rosa, aquí hay mucho público, pero no hay presupuesto. Las que vienen lo hacen por amor al arte”.
Alrededor del Ciudad Metal siempre han existido marcados prejuicios en Santa Clara. La mayoría de las familias prohíben a sus hijos salir los días en que trascurre el festival. Ha persistido la creencia de que se consume droga o que puede resultar peligroso el acercamiento a alguno de estos grupos urbanos, convencionalismo de antaño provocado por la propia parametración a los frikis y rockeros de los años setenta y ochenta en Cuba.
A Ariadna González, una muchacha que se declara seguidora del rock and roll, le molesta la presencia de tantos policías durante los conciertos. “Parece que nos tuvieran miedo”, dice. “La gente trata de no tropezar con nosotros, nos tratan como escoria. Los que venimos aquí no somos un peligro, porque nos vistamos de esta forma no quiere decir que matemos personas ni nada de eso”.
Cerca de las cuatro de la tarde, la plaza del Sandino recibe una aglomeración de jóvenes vestidos de negro, tatuados y repletos de agujeros. Debajo de los árboles se arma una peluquería improvisada. Con jabón de lavar y un vaso de agua los rockeros se peinan unos a otros. En medio de la explanada puede armarse un slam de muchachos que se empujan entre sí sin consecuencias peligrosas. Detrás, la policía aguza los ojos y oídos, ansiosos por intervenir si alguien se proyecta sobre otro con demasiada agresividad. También, para evitar que alguno de los cantantes guturales se les ocurra gritar desde el micrófono frases inapropiadas o de contenido “contrarevolucionario”.
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