LA HABANA, Cuba.- La más reciente temporada del Ballet Nacional de Cuba (BNC) en el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso” demostró, por enésima vez, que la otrora prestigiosa compañía ha quedado reducida al oficio. Nada hay que recuerde la excelencia de una escuela que llegó a figurar entre las más admiradas del mundo: ni sincronización en el cuerpo de baile, ni figuras sobresalientes, ni coreografías memorables.
Desde hace años el público amante de la danza clásica asiste a la decadencia de una institución que solía ser paradigmática. Este último ciclo provocó tal disgusto entre los balletómanos, que las funciones solo estuvieron acompañadas por el aplauso de cortesía. El programa incluyó dos coreografías de Alicia Alonso: Umbral y A la luz de tus canciones —tributo a Esther Borja—, y cerró con el ballet Carmen en el cincuentenario de la versión realizada por Alberto Alonso, en 1967.
La pésima impresión causada por el BNC es síntoma de la mismidad que corroe todos los aspectos de la vida en Cuba. Es cierto que factores de orden económico han pesado sobre la compañía, y la emigración ha drenado su nómina de bailarines excepcionales. Pero ello no justifica que una coreografía como Umbral, atiborrada de poses y arabesques; y un olvidable homenaje a Esther Borja —apropiado para el Ballet de la Televisión Cubana— aparezcan en el programa, habiendo tantas piezas excelentes en el repertorio del ballet cubano.
Las actuaciones estuvieron muy por debajo de las expectativas incluso en Carmen, cuyo protagónico alternaron las primeras bailarinas Viengsay Valdés, Anette Delgado y Grettel Morejón. La primera, por sus cualidades físicas, se ajusta al personaje, aunque su interpretación fue fría y desprovista de dramatismo. Anette Delgado es técnicamente superior, pero tan princesa que no logra meterse en la piel de la gitana voluptuosa y temperamental. En cuanto a Grettel Morejón, basta decir que su ejecución no estuvo a la altura de su jerarquía dentro de la compañía.
La contraparte masculina resultó de lágrimas por la falta de virtuosismo, experiencia y elegancia varonil en algunos bailarines, que vaciaron de pasión una obra signada por emociones violentas. Hasta los clásicos comienzan a quedarle inmensos al Ballet Nacional de Cuba, otra razón para preguntarse por qué no se eligen otras obras del repertorio cubano, que mucha gente no ha visto y que podrían redundar en el crecimiento de los bailarines.
El ballet Muñecos, de Alberto Méndez, es una obra conmovedora; tan noble desde el punto de vista técnico que casi cualquier bailarín puede interpretarla. Lo mismo sucede con El reto, de la coreógrafa chilena Hilda Rivero; o Flora, de Gustavo Herrera. Son piezas que, como tantísimas, el público no ha podido apreciar, muy aplaudidas en su momento y condenadas al olvido por los autómatas apegados a la rutina de Cascanueces, Don Quijote, El Lago de los Cisnes, Giselle y Coppelia.
Alicia Alonso se niega a pasar el banderín, y el BNC se ha congelado en la ejecución de los clásicos, con una empobrecida nómina que no es siquiera la sombra de la cantera de bailarines que existió entre las décadas de 1970 y 1990. El legado de aquellos intérpretes hoy fallecidos o emigrados se ha perdido, fracturando la posibilidad de enseñar a los nuevos estudiantes todo lo que define, en esencia, a la escuela cubana de ballet.
Hubo un momento precioso en que generaciones de bailarines extraordinarios —masculinos y femeninos— coincidían o se sucedían, manteniendo vivo el savoir faire del ballet cubano. Figuras de la talla de Josefina Méndez, Mirtha Plá, Aurora Bosch, Loipa Araújo, Rosario Suárez, María Cristina Álvarez, Dagmar Moradillo, Ofelia González, Martha García, Lázaro Carreño, José Zamorano, Orlando Salgado, Jorge Esquivel y tantos otros consolidaron en Cuba la cultura del ballet, con una calidad reverenciada en los cuatro puntos cardinales del planeta. No quedaba una luneta vacía en el Gran Teatro de La Habana, abarrotado por un público nacional exigente y conocedor, que ovacionaba hasta el delirio a quien de veras lo merecía.
Aquellos bailarines formaron a las glorias de los años noventa: José Manuel y Alihaydée Carreño, Lieng Chang, Vladimir Álvarez, Lorna y Lorena Feijóo, Galina Álvarez… Es una lista tan extensa y de tan altos quilates que nadie puede creer que hoy la compañía cuente con solo cinco primeros bailarines, que superan los treinta años de edad y cuyo relevo no se perfila en el futuro inmediato.
La accidentada pedagogía y el agravamiento de las condiciones materiales han minado toda sensibilidad, precipitando el descenso de la compañía en la prosaica realidad del trabajo asalariado. Lo peor ha sucedido. Hoy los jóvenes formados en la escuela cubana de ballet van a escena como el zapatero a sus zapatos: con una lastrante conciencia de oficio distanciada del arte y de la grandiosidad inherente a la danza clásica.