LA HABANA, Cuba.- La obra de Antonia Eiriz es una de las más impactantes de cuantas se exhiben en el edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes, en cuyo tesauro se conservan más de un centenar de piezas suyas. Espectadores nacionales y extranjeros se detienen ante sus cuadros para admirar el poderoso estilo de una de las grandes creadoras visuales que ha dado Cuba.
Pinturas, dibujos, esculturas, grabados y ensamblajes componen el abundante catálogo de la autora, nacida en La Habana, en el reparto Juanelo, el 1ro. de abril de 1929. Graduada de la Academia de Bellas Artes “San Alejandro”, Antonia mantuvo una estrecha relación con los pintores abstractos que conformaron el grupo Los Once, aunque personalmente se decantó por la nueva figuración y el expresionismo para canalizar y transmitir las impresiones que le producía el convulso momento histórico que le tocó vivir.
Los cambios radicales que se desarrollaron en la Isla con el triunfo de la Revolución, influyeron en el discurso artístico y el pensamiento intelectual desde ópticas conflictivas que pretendían subordinar la creación estética a los imperativos de la política. En este contexto, peligroso para cualquier idea auténtica o independiente del dogma fidelista, Antonia Eiriz eligió mantenerse fiel a su obra.
A contracorriente de la censura y la rigidez de los comisarios de la nueva política cultural, la artista produjo obras terribles, desgarradoras, contentivas de un profundo sufrimiento, que no fueron bien recibidas por las hordas del optimismo delirante. Antonia intuyó la monstruosidad que crecía dentro del “entusiasmo revolucionario”, de ahí que sus criaturas fueran cada vez más grotescas, trágicas y deformes, como la sociedad que se fragmentaba bajo el bombardeo de la propaganda, el odio y el miedo.
Antonia Eiriz estaba profundamente convencida de que el deber primero de un artista es la honestidad y la valentía para defender su obra. En ello radica su compromiso consigo mismo y con el público. “La conformidad engendra mediocridad y oportunismo”, dijo en 1963, y esa frase suya, entre otras, recogen la esencia de su arte y explican por qué los visitantes del museo se sienten tan impresionados cuando contemplan cuadros como “Tribuna para una paz democrática”, “El dueño de los caballitos”, “La anunciación”, “Réquiem por Salomón”, “Ni muertos”, “Cristo saliendo de Juanelo” y varias otras expuestas en sala.
No obstante, la influencia de grandes maestros como Goya, Francis Bacon o Antonio Saura, Eiriz es única. Su fuerte personalidad, tanto en la creación como en el magisterio, la hizo inmune a las complacencias y la genuflexión.
Muy excepcional había que ser para descollar en una época marcada por grandes artistas, originalísimos e igualmente incómodos para el establishment castrista. Antonia compartió honores con figuras de la talla de Raúl Martínez, Servando Cabrera, Ángel Acosta León, Santiago Armada (Chago) y otros que, a diferencia de ella, luego cedieron a las presiones de los censores y se subieron —con mejor o peor fortuna— en el carromato del arte al servicio de la Revolución.
Antonia resistió todo lo que pudo, y cuando fue demasiado, dejó de pintar. A finales de la década de 1960 escogió el silencio, antes que negarse a sí misma. A fin de cuentas, su obra ya había hablado por ella y volvería a hacerlo, más temprano que tarde.