FILADELFIA, Estados Unidos, marzo -La violencia que en Venezuela sigue cobrándose vidas, ha entrado ya en una espiral que no parece tener fin. Y, en efecto, ésta sólo terminará —según todo debe indicarnos— en una guerra civil generalizada, o en la derrota del chavismo, pues éste, (a imagen del castrismo, y de todos los totalitarismos que han sido) no entiende de compromisos, a menos que se trate de sobrevivir: estratagemas del poder, y nada más.
Una ideología que presume de su innata superioridad, y de poseer la verdad absoluta, impele a quienes la abrazan a toda clase de crímenes. Aquello de “los medios justifican el fin”, ni siquiera les pasa por la cabeza, porque hasta esos medios —para no hablar del fin perseguido— se les antojan superiores y justos. Disparar sobre una multitud inerme, infiltrarla y saltarse de este modo las reglas del juego limpio, no son sino válidas estrategias calculadas fríamente. Antes se ha procedido a calificar a esas personas de cualquier cosa: “fascistas”, “la derecha”, términos que deben por sí mismos descalificar a quienes se les endilga; en fin, a despersonalizarlos. Mientras el común de los seres humanos vemos morir de un balazo en la frente a una muchacha o a un joven cualquiera (lo que presupone cálculo y una puntería bien entrenada), los asesinos y quienes se identifican con ellos, ven un enemigo sin rostro, una avanzada que amenaza con su existencia misma, el derecho que se atribuye el tocado de chavismo a existir, y a decidir en exclusiva lo que es bueno y lo que debe hacerse, respecto a lo que a todos los venezolanos concierne.
Habiendo despojado a sus verdaderos dueños de importantes medios de difusión masivos, o censurando y mediatizando los que, a duras penas retienen su condición de independientes, (siempre con la ayuda eficaz del régimen cubano y otros malandros procedentes de Rusia, Irán y medio mundo), Maduro y compañía se permiten un cuasi apagón informativo respecto a lo que pasa en Venezuela. Entre tanto, disemina su propia versión de los hechos, se ve obligado a simular que convoca a un diálogo nacional con sus opositores, a la vez que continúa masacrándolos en las calles, y aguarda impaciente, las órdenes que le llegan de La Habana.
Hace muy poco, alertaba Maduro contra el efecto que presumiblemente ejercían las telenovelas sobre la sociedad, en el sentido de promover la violencia social. Sin que le temblara la voz, estableció un correlato entre las telenovelas y la escalada de asesinatos, robos, asaltos que han hecho de Venezuela uno de los países más inseguros del mundo. Así como antes anunció —con toda seriedad— el regreso de Chávez en la forma de un pajarito que le habló al oído y se hizo entender, para decirle qué era lo que se imponía hacer en lo adelante, ahora se declaraba conocedor de lo que ningún estudio serio de la cuestión hubiera arriesgado sin datos.
Maduro se traicionaba, sin embargo, con semejantes manifestaciones. Porque el chavismo no ha sido desde sus inicios sino una pésima telenovela nacional, de la que al fin se hartó el país, pues el rol pre-asignado no le iba de nada. Y pese a disponer, petróleo y muchos dólares mediante, de un elenco variopinto de primerísimas figuras, (de los hermanos Castro Ruz al ínclito Evo Morales), la telenovela de Maduro está llegando a su fin. La exclusiva amenaza con acabársele. No se trata de que otras más del gusto popular rivalicen con ella, se trata del cansancio y del disgusto que ya no se aguantan los espectadores, que han decidido protagonizar su propia historia.