QUITO, Ecuador.- ¿Qué decir sobre la reciente visita del presidente Barack Obama a Cuba para no ser reiterativo? Resulta imposible permanecer al margen de un acontecimiento que va más allá de cualquier expectativa. El Premio Nobel de la Paz, además de ofrecer un sonado discurso y de haber estado en una sobria, pero emotiva ceremonia militar en honor a José Martí, tuvo que soportar la mediocridad de su homólogo en una rueda de prensa, después de la falta de cortesía por no haber sido recibido por este. No obstante, dio muestras de su carisma y de su envidiable personalidad, al haberse presentado en un restaurant tradicional habanero, al caminar por las calles de la Habana Vieja, al estar en el simbólico encuentro deportivo en el Latinoamericano, y por si fuera poco, de haber filmado para un programa humorístico de la televisión cubana.
Ya todos han comentado de una u otra forma el suceso del momento. Sin embargo, hay un punto –a mi modo de ver, crucial– que ha permanecido en el silencio. A través de los años, una serie de personalidades de la política, las artes o las ciencias, que han visitado el país, han sido distinguidas de manera especial con la Orden José Martí, la más alta distinción que otorga el Estado y gobierno cubanos, algo que no sucedió con Barack Obama.
Dicha orden se oficializó el 2 de diciembre de 1972 como Orden Nacional José Martí, se reformó en 1979, devenida en Orden José Martí, la que se da a personalidades, tanto del ámbito de la política como de la historia, del arte, la educación o las ciencias, ya sean cubanas o extranjeras por sus servicios a “la causa de la paz o logros sobresalientes en la educación, la cultura, las ciencias, los deportes o el trabajo creativo”, lo que resulta muy contradictorio si se tiene en cuenta a aquellos que a través de cuarenta y tres años la han recibido, y si se asume con decoro el nombre que se le ha dado, el del ser más excelso de la historia de la nación cubana: José Martí.
En 1974 fue condecorado Leonid Brézhnev, el mandatario de la antigua URSS, quien estuviera involucrado en la guerra de Vietnam así como en la intervención en Afganistán, por solo citar dos eventos de naturaleza política más allá de los crueles sucesos de la Europa Oriental, muchos de los cuales estuvieron manejados por su gobierno. Brézhnev hizo del culto a la personalidad un verdadero arte, solo superado por Stalin. Recibió más de un centenar de distinciones y medallas en su vida, de las se sentía orgulloso; la alta condecoración cubana no podía faltar en un personaje como este, tan distante de la humidad, la sabiduría y el amor desmedido al prójimo que profesara nuestro José Martí.
Ese mismo año se le confirió al alemán Erich Honecker, quien se vio obligado a dimitir de la presidencia de su país. Se trasladó hacia la antigua URSS, luego de la caída del muro de Berlín y allí se refugió en la embajada de Chile. Fue procesado por las 192 muertes de aquellos que intentaron cruzar el Muro de Berlín durante su mandato. No obstante, el dictador alemán contaba al morir con la emblemática distinción de Cuba. Mientras el héroe e ilustre pensador cubano dijo que era menester terminar la guerra lo antes posible y se refirió igualmente a causar el menor daño, Honecker dio la orden de disparar a todo aquel que intentara pasar el simbólico muro de la Alemania comunista.
Varias décadas después otro líder, al que se le dio la alta distinción, fue capaz recientemente de enviar sus tropas hacia las fronteras de su país para embestir a miles de cubanos que trataban de salir de las garras del comunismo. La noche del lunes 27 de junio de 1988, en el Palacio de la Revolución, en La Habana, el Dr. F. Castro le impuso la máxima condecoración del Estado y la Revolución Cubana a Daniel Ortega, el presidente que se negara a ayudar en ofrecer una posible solución justa, pacífica y coherente a la crisis migratoria de Centroamérica. Al parecer, el mandatario no tiene “fe en el mejoramiento humano”, ni en “la utilidad de la virtud”, y prefirió la represión, la amenaza y el apoyo incondicional a la dictadura comunista cubana.
Otra personalidad del campo de la política distinguida ha sido Alexandr Lukashenko. El gobierno de Bielorrusia, bajo su mandato, ha sido denunciado por presuntas violaciones de los derechos humanos; siendo el único estado de Europa Oriental que ha mantenido la pena de muerte. También ha sido acusado de corrupción y nepotismo. Pero, al igual que los anteriores personajes a los que me he referido, tiene en su trayectoria la Orden José Martí, el cubano ejemplar que siendo muy joven redactó un inigualable documento en el que se opone a la pena de muerte.
Si se detuvieran por un instante en el noble y justo pensamiento del considerado Apóstol y símbolo de la nación cubana, no se distinguiera tan a la ligera, con la orden que lleva su nombre, a aquellos cuyas conductas son diametralmente opuestas a la del sabio pensador y político cubano.
Esta distinción la recibió recientemente Nicolás Maduro, lo que resulta ser bochornoso; por cuanto, se le ha dado a un ser devenido en símbolo de violación a los más elementales derechos ciudadanos, acusado de corrupto, de incompetente y manipulador. Desacreditado ante el mundo por haber contribuido a conducir a Venezuela al caos económico, político y social por el que atraviesa. Maduro, al igual que el anterior mandatario Chávez, el máximo responsable de los males de Venezuela y el principal promotor en Latinoamérica del Socialismo del siglo XXI, ha obtenido el excelso galardón en el peor momento de su historia.
El mandatario venezolano, al recibir tal distinción, expresó una de las más extraordinarias incoherencias de estos tiempos, por cuanto, dijo que sería: “un compromiso de lealtad a los próceres independentistas Simón Bolívar y José Martí, a Fidel Castro y Hugo Chávez y a las ideas gloriosas para que los pueblos de Venezuela y Cuba sean respetados por todo el mundo”.
¿Cómo se atreve, en medio del difícil y complejo contexto actual, a mezclar a los legítimos próceres de América con los dictadores caudillistas actuales? ¿Cómo pretender que ambos países sean respetados por el mundo cuando son los paradigmas de la injusticia social? ¿Por qué seguir acudiendo a las retrógradas fórmulas y caducas palabras utilizadas por el secretario del Consejo de Estado, Homero Acosta, sobre el “valor, inteligencia y fe inquebrantable en la victoria” con que el presidente de Venezuela enfrenta “incesantes acciones desestabilizadoras y violentas de la oposición, incluyendo la brutal guerra económica y mediática apoyada desde el exterior?”
Sin embargo, al presidente norteamericano durante su histórica visita a Cuba, no se le otorgó tal distinción a pesar de haber recibido en 2009: “por sus esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”, así como, por su “visión de un mundo sin armas nucleares”, el Premio Nobel de la Paz, además de tener en su historial de órdenes y distinciones, entre otras, el Collar del Rey Abdul Aziz de Arabia Saudita y la Medalla Presidencial de Distinción dada por el gobierno de Israel.
Cuando ciertos líderes son los máximos responsables de grandes conflictos continentales como la actual situación de crisis migratoria en Centroamérica, cuando han sido capaces de enviar a la muerte a centenares de jóvenes reclutados hacia países de África o América, cuando se tiene a todo un pueblo inmerso en la desesperación y la agonía, cuando se les priva de los derechos mínimos a la libertad de expresión y de pensamiento, el nombre del Apóstol cubano no debe ser invocado, pues constituye un sacrilegio.
Ni el dictador cubano debió otorgar la orden a Nicolás Maduro, ni Maduro debió aceptarla. En seres como ellos es indigna la invocación a la figura de aquel que supo inmolarse en pos del bien por su amada patria, en su lugar la debió haber recibido, aquel que dejando a un lado prejuicios y convencionalismos, ha sido capaz de romper un muro de separatividad de décadas en pos del bien y de la justicia. No se llevó tal merecimiento, pero a cambio, el pueblo cubano le ofreció el más grande de los galardones: su amor, su simpatía y su respeto.