MIAMI, Estados Unidos.- Los primeros días del 2017 han sido escenario de una las mayores preocupaciones que deberán seguir enfrentando millones de ciudadanos en cualquier parte del planeta. Apenas unas horas antes de iniciar el nuevo año la masacre de una céntrica discoteca en Estambul selló con sangre y luto la despedida del 2016. Esto a pesar de que los servicios de inteligencia turcos, activos en la situación especial de golpe de estado que aún se respira en esa nación, estaban sobre aviso de las intenciones terroristas en aquel local. No era tampoco una sorpresa desde el atentado perpetrado contra el mercadillo navideño de Berlín, el coche comba hecho explotar junto a un autobús que transportaba militares en Ankara o el asesinato del embajador ruso en la capital turca.
Como en los casos que anteceden a esta larga saga de terror, nada hizo prever los planes de los agresores. Ni siquiera pudo ser detenido el terrorista que de manera fría y calculada perpetró el crimen en el centro de ocio, de donde pudo escapar burlando todos los círculos de vigilancia. Similar a lo ocurrido en la capital alemana días antes. La pregunta de orden es cómo pudo suceder este hecho en medio de tantas alertas y retenes militares. Una explicación que se vuelve aún más difícil conformar tras el tiroteo escenificado en el aeropuerto norteamericano de Fort Lauderdale. Y la respuesta hay que buscarla precisamente en esta manera de actuar sorpresiva en actos indiscriminados, llevados a cabo casi de manera individual, en sitios dispersos, donde los atacantes salen del entorno normal en el que se hallaban integrados hasta el momento de transformarse de sencillos ciudadanos en mortales asesinos. Un peligro que puede venir hasta en la persona inocente de un niño.
Aunque en el caso ocurrido en la terminal aérea de Florida no parecen existir indicativos que conecten la acción con la oleada terrorífica desatada por el islamismo yihadista, el resultado casi es el mismo. Si en definitiva las investigaciones arrojaran como resultado el acto de una persona fuera de control psíquico, la señal de alarma no resultaría menos preocupante. Se trata del mismo estado de inseguridad cuando la amenaza proviene de un anónimo autor o autores, que pueden ejecutar su acción en el lugar menos pensado, utilizando armas y explosivos, que supuestamente deberían haber sido detectados en las barreras de seguridad y que sin embargo lograron burlar o simplemente pasar como algo normal.
Las imágenes que mostraban la última celebración navideña en diferentes partes de Europa y Estados Unidos hablan de la manera insegura en que nos obligan a vivir aquellos que se proponen sembrar el pánico. Una escena que se repitió desde Sídney hasta Nueva York hizo patente la presencia masiva de efectivos con el arma en ristre esperando lo peor, mientras la multitud celebraba rodeada de camiones gigantescos y barricadas imponentes cerrando el paso a potenciales enemigos. Barreras de todo tipo para detener a posibles atacantes, contenerlos incluso, pero sin que esto significase una efectividad al cien por ciento para evitar una eventual agresión. Medidas necesarias que tienen como contrapartida negativa mostrar el daño que nos han logrado inferir los que quieren destruir la aparente paz y sosiego que transpira el mundo occidental.
La otra cara de esta moneda maldita está en la reacción de una sociedad que se revela celosa de sus libertades pero que cada vez va perdiendo más terreno en el disfrute y conservación de esos valores, a los que renuncian incluso con su propio beneplácito cuando cede muchos de ellos en aras de lograr una seguridad que en definitiva tiene grandes lagunas a la hora de concretarse. De esta manera las cámaras de vigilancia se convierten en un objeto imprescindible en nuestras sociedades, donde van quedando pocos sitios donde la mirada indiscreta de su lente deje de observar y grabar cada paso de los ciudadanos comunes. De manera llamativa aumenta el número de los que aceptarían el control llevado al extremo de la intromisión comunicativa, con la excusa de que el que nada oculta nada teme.
No son los únicos perdedores en esta guerra ciega. Sufren sus consecuencias aquellas personas que huyen del terror de guerras y horrores fundamentalistas en sus naciones para encontrar el miedo y la desconfianza de quienes deben acogerles como refugiados, y que lejos de ello llegan a verles como una amenaza eventual. De esa manera el mundo democrático va tornando el sereno rostro de la solidaridad por una máscara crispada por la expresión de rechazo y miedo hacia el semejante que solo busca la salvación y una vida digna.
La incertidumbre en definitiva es el objetivo inmediato con el que hasta el momento parecen llevar ventaja los diseminadores del odio y escepticismo en su afán por destruir la civilidad occidental. Superar ese sentimiento y ganar la batalla de esta guerra sin frentes, es el reto que se impone en los umbrales del nuevo año. Un desafío que no es nuevo pero que destaca por todo cuanto hay que hacer por recuperar las garantías y la salvaguarda de las libertades, uno de los mayores logros que atesora nuestra cultura y que tanto le ha costado afianzar a lo largo de la historia.