SONORA, México.- Chala, el protagonista de la película Conducta – cuyo parecido físico con el entonces niño Ariel Fundora en la serie de TV Los Papaloteros parece darle una continuidad ambiental a aquel contexto batistiano de pobreza, precariedad y lucha por la supervivencia en una Habana marginada – recibe un libro de las manos de su amiga palestina, Yeni. Es la novela Colmillo Blanco, de Jack London, y para muchos de nosotros cuya infancia transcurrió en los setenta, la vieja edición, el viejo diseño de carátula, se nos devolvió como un recuerdo encapsulado de imágenes que permanecen sin variación, reconocibles aunque avejentadas, en una sociedad que tampoco cambia, una sociedad que sólo envejece.
Y de eso es de lo que trata la nueva película de Ernesto Daranas, más allá de un conflicto agudo que disecciona lo más sensible de la decadencia nacional, de la educación y la intransigencia ideológica. Es una película que produce conceptos reconocibles en forma de imágenes, de paneos por una ciudad en ruinas, pero sin regodearse ni dejarse seducir por el morbo de la política. Conducta se refiere a aquello que está detrás de la debacle social, a los seres humanos menos favorecidos por un sistema inhabitable y demagógico. Se refiere a la entereza de los seres humanos aún a pesar de la ausencia de poder real para cambiar el entorno en el que viven.
El creador y sus demonios
Al referirse a la trayectoria de Ernesto Daranas, muchos comienzan con el filme Los dioses rotos (2008), aquella sofisticada historia con referentes históricos y modernos que se mezclaban en el caldo místico de una Habana atemporal, pero este realizador ya contaba con una buena cantidad de años inventando tramas de ficción agudas y originales dentro del complejo esquema de la Televisión Cubana. Luego de una sólida realización documentalística, Daranas comenzó escribiendo guiones dramatizados para telefilmes (El Otro, Charly Medina, 2003), y también dirigiéndolos (La Vida en Rosa, 2004), que básicamente ya lucían la misma garra narrativa, además de cualidades mucho más difíciles de hallar como la honestidad, el compromiso social y la originalidad a toda prueba.
Comenzando este 2014, Ernesto Daranas Serrano llega con un producto cinematográfico tan introspectivo como esencial. Parece como si la realidad cubana, habitada por demonios mentales y materiales de diversa catadura, estuviese comenzando a reconocer sus flaquezas y sus dolencias más allá de las recurrentes acusaciones al funcionario intermedio. “A lo mejor ha sido demasiado tiempo”, le dice la funcionaria (Silvia Águila), aludiendo a los muchos años que lleva ejerciendo la docencia Carmela, la anciana maestra de primaria (Alina Rodríguez), y ella le contesta, sin anestesia: “No tanto como los que dirigen este país”.
Al menos en los predios controlados por el régimen por más de media centuria, nunca antes un producto audiovisual – entre los exhibidos a gran escala y con beneplácito de las autoridades más poderosas – se había atrevido a señalar la senilidad del propio aparato gobernante. No en balde las reacciones que, según cuentan usuarios isleños de twitter, desató en el numeroso público habanero que desbordó las salas en los días de estreno, reacciones de entusiasta aprobación, aparentemente desbocadas luego de tanto tiempo de medias verdades o mentiras a medias.
La frase de Carmela puede ser interpretada también – y presumo que así lo quisieron ver los funcionarios involucrados con la aprobación de la cinta – en el sentido de que, si los gobernantes ancianos aún son útiles y capaces, ella, siendo mucho menos decrépita, también podría seguir aportando experiencia en un trabajo tan delicado.
Pero el público sabe escuchar con los oídos de sus ganas, y tampoco es de obviar que la sonrisa sutilmente socarrona de Alina Rodríguez, al momento de emitir tan afilado bocadillo, no significaba precisamente aprobación, sino más bien sarcasmo. Detrás de toda la escena quedaba, transparente, la estructura del poder obtuso, deshumanizado y burocrático, enfrentado a una superviviente humanitaria y utópicamente sensible. La señalización a “los que dirigen este país” apenas fue el puntillazo, la estocada elegante que supo identificar el verdadero germen de nuestra decadencia como nación, la doma de un montón de demonios majaderos que por años acompañan al creador cubano y que aquí fueron exorcizados sin recurrir al panfleto o el discurso complaciente.
Personajes y universos
La película, que conserva la misma “textura”, velocidad de fotogramas y espíritu del formato video con el cual debutó Daranas en la televisión, también mantiene el ojo cinematográfico en los encuadres y fotografía en general, que tampoco le faltaron de la misma manera en sus inicios. El uso del telefoto para detallar encuadres donde el sujeto se compacta con su horizonte, sirve también para acercar al espectador a zonas menos obvias de observación. El solitario infarto de Carmela, por ejemplo, mostrado sin sobregiros dramáticos, parece impactarse contra el ciclorama de una carretera semivacía y dejarnos con una masiva sensación de impotencia.
Al parecer, la negación del director a reciclar niños actores de la tan recurrente cantera de La Colmenita, fuente también de manierismos interpretativos muy difíciles de controlar: llevó al saludable resultado de un elenco infantil fresco, creíble y orgánico. Detrás de Armando Valdés Freyre (el papalotero moderno), desfila una chiquillada que habla, camina y gesticula como los chamacos reales de Centro Habana. El casting hecho entre muchachos de carne y hueso, merodeadores auténticos de aquellos barrios sombríos, le da a la película ese toque casi neorrealista. Suenan como si no estuviesen actuando para una cámara, con una sinceridad que contagia también a los adultos.
Alina Rodríguez, esa vieja gacela del teatro cubano, concentra en su interpretación el alma cansada de un país, por muy descabellado que esto pudiera parecer. Los achaques y la fe de un país. Sin temor a hiperbolizar podríamos asegurar que su Carmela tiene todos los ingredientes – dramáticos e interpretativos – para colocarse en el mismo panteón que Lala Fundora y Luz Marina Romaguera.
Yuliet Cruz, al otro lado del espectro, el de la oscuridad y la desidia, erigida sobre un personaje escrito con balance, sin maniqueísmos, retrata a una madre drogadicta con pulso de relojero. Yuliet ya se comienza a consolidar como la actriz más poderosa de su generación cuando nos regala esta problemática mujer, desbordada de contradicciones y miserias. Héctor Noas, en el que quizás sea el personaje más tierno de toda su carrera (y cómplice de Daranas desde aquel enrevesado escritor de La Vida en Rosa), luce cómodo en su acento holguinero y su construcción humana, hombre laborioso y humilde, víctima sin culpas, muy creíble al lado de la niña Amaly Junco, una entre las muchas joyitas infantiles de la película.
El tono del discurso narrativo parece apartarse de los golpes de originalidad habituales en Daranas, de las peripecias – esto sin tono peyorativo – efectistas y sorprendentes, para descansar en una trama más intimista, mucho más psicológica. Los diferentes universos que arman a un personaje en una historia dramática, aquí se concentran en esferas muy personales. La sociedad y sus agobiantes jornadas no saltan por sí mismos en conflictos épicos, sino que pueden verse a través de los ojos de unas cuantas personas, como en una sinécdoque de desmotivaciones colectivas capaces de compactarse en el plano de una señora y un niño viajando en el asiento trasero de un desvencijado almendrón.
Créditos finales
Aunque el clamor generalizado parece anunciar a esta obra fílmica como un despertar de la conciencia política cubana en el cine, como un detonante de cambios sociales futuros, o quizás, como la prueba de los cambios actuales, prefiero creer que las autoridades (incluyendo a uno de sus patrocinadores directos, el siempre oficialista Ministerio de Cultura), como siempre hacen, simplemente están canalizando lo ya inevitable. No porque les agrade ser tan duramente criticados, o que permitan de buen grado que no se humille a un prisionero político o que se reconozca la corrupción policial, han permitido la salida a la luz pública de un par de buenos parlamentos descaradamente contestatarios.
Ofrecer una imagen de apertura de ideas, aun cuando siguen – y seguirán – latentes las causas del caos que tan bien refracta la película, puede ser, no obstante, el comienzo de un camino de conciencia cívica y auto reconocimiento del cubano común, un camino que quizás ya no tenga vuelta atrás y que, como tantas veces ha pasado en la historia humana, hayan sido el arte, el pensamiento, la cultura, y no la política, quienes dieron el banderazo de salida.