FILADELFIA, Pensilvania – ¿Quién no ha oído hablar alguna vez de gente aquejada por algún complejo de comportamiento extravagante? Sin dudas, habrá oído hablar del complejo del avestruz, pero tal vez no conozca el complejo del salmón. Las causas y motivaciones profundas apenas si son conocidas, porque a diferencia de otros fenómenos de igual naturaleza, el afectado de salmonitis (que no salmonella) se mueve en su propio medio con naturalidad, como el pez en el agua. Se diría que no ha cambiado de estado, sino que se revela a sí mismo en un frenesí de mojigatería. Remonta entonces de repente, a saltos y quebrantos, un cauce que se le antoja propicio en busca de unos orígenes de los que ni siquiera tiene certeza.
Es el caso de Eduardo Manet el que nos ocupa. Tiene uno que preguntarse, a la vista de su comportamiento más reciente, ¿qué mueve a un individuo, ya próximo al final de su vida, a comportarse como el salmón, a descender de una sumergida al oscuro universo del pez, creyéndose de pronto en posesión de unos ojos como los que éste requiere para distinguir en su medio, opaco y poco fiable? ¿Qué explica su involución desembozada y proclamada a los cuatro vientos? Seguramente las respuestas son muchas, intrincadas, y hasta contrapuestas, y apuntan entre otros rasgos, a la vanidad inherente al individuo. A ellas intentaremos aproximarnos en las líneas que siguen, a propósito de esa invitación a La Habana, y de las declaraciones a propósito, del cineasta, narrador y dramaturgo de largo establecido en París.
Manet fue, sin dudas, una figura muy vinculada al Poder en Cuba –en el ámbito de la propaganda– durante la década de los sesenta, o para ser exactos, hasta el año sesenta y ocho que regresó a Francia, donde se había establecido entre el cincuenta y el año sesenta, fecha en la que regresó a Cuba por primera vez. Este lazo con la cultura oficial es indisputable, y se confirma en el reportaje-entrevista que le dedica el periódico Granma, en su edición digital correspondiente al 18 de octubre del corriente, del cual transcribimos seguidamente un par de fragmentos a fin de hacer la disección de un pez moribundo:
“La vida con su capricho cíclico ha hecho que Eduardo Manet-González disfrute por estos días, de los atardeceres habaneros desde un apacible balcón que solo tiene por escenario el mar y su horizonte. El famoso director de cine, escritor, dramaturgo –el mismo que fundó el Conjunto Dramático Nacional y fue un colaborador permanente de la cultura cubana en muchos espacios durante la década de los 60– disfruta de la invitación que le ha hecho el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y la maestra Flora Lauten, para realizar con el grupo Buendía, el montaje de Éxtasis: un homenaje a la Madre Teresa de Ávila, espectáculo que tendrá su estreno durante el 16 Festival de Teatro de La Habana”.
Pasemos por alto de momento, eso tan eufónico y bien compuesto de “la vida con su capricho cíclico” con que la periodista les presenta el personaje a sus lectores cubanos, como hijo pródigo que ha vuelto, y asimismo, la ironía de que el dúo Lauten-Manet monte un espectáculo en homenaje a la santa de Ávila, en La Habana de hoy, para pasar a lo que nos interesa aquí: recordar que Manet fue siempre de la claque castrista.
Simbólico es, que regresara a Cuba en el mismo año sesenta, precisamente cuando se incrementaban la represión y los fusilamientos que habían dado comienzo con el triunfo “revolucionario” un año antes, y que no se marchara nuevamente cuando Castro I proclamó abiertamente en el 61 “el carácter socialista” de su régimen –con todas las implicaciones– sino en el sesenta y ocho, supuestamente en desacuerdo con el apoyo dado por el tirano a la invasión soviética de Checoslovaquia, para aplastar el rumbo liberal tomado por el régimen de ese país. Su regreso a Cuba en el sesenta, supuso indudablemente una adhesión al ideal comunista evidente, contemplado desde la orilla del Sena. Su partida, es posible que haya tenido más que ver con la escasez de todo bien material, ya entonces muy severa, y la falta de perspectiva de una industria, la cinematográfica, dedicada a producir un cine que si no respondía absolutamente al realismo socialista, estaba atado de pies y manos.
Basta una mirada al cine producido en todos esos años para corroborar esta afirmación. Magníficos directores, actores y toda clase de artistas y técnicos del medio, reunidos en una sola institución, incontables recursos disponibles, todo a la mano, para producir un miserable ratón, como en el conocido parto de los montes. Incluso esos abrillantados frutos tan ensalzados por la propaganda como “Un día en el solar” (Manet), y “Las doce sillas”, “La muerte de un burócrata” y “Memorias del subdesarrollo” (Alea) ¿qué son sino terrones recubiertos de un baño dorado? Hoy da pena verlas, y si algún valor retienen tales cintas es el de alguna que otra actuación, y sobre todo el de su carácter de documento, testimonio involuntario de una época que se vuelve acusación desde la arqueología.
Manet regresó a Francia en el sesenta y ocho, para hacer lo que quería hacer, y no le permitían en Cuba. ¿Lo logró todo? Yo afirmaría que consiguió hacer cuanto estuvo a su alcance como creador, y por lo que fue premiado consecuentemente. Pero ¡ah! el desove… Primero se dejó invitar a presentar en París alguna muestra de cine cubano de esos años (a)dorados suyos, en el que, naturalmente se presentaron sus cosas, luego, se dejó invitar a un encuentro de teatro en La Habana, y finalmente a otro. Ya sabemos que La Habana de hoy en algunos catecismos bien vale una misa y hasta veinte. ¿No lo ha demostrado el Papasísimo romano mismo? ¿Por qué iba a quedarse atrás, con un prurito cualquiera, un Manet que recién descubre su otro apellido, el paterno, para declarar a los lectores de “Granma” su intención, compulsión y deseo incontrolado de escribir por primera vez en español? Dice el autor entrevistado:
“Ahora quiero escribir una novela en español. Yo adoro la cultura china y tengo la idea de hacer una historia de amor en La Habana, entre un chinito que llega de Cantón y una francesita que vive en Cuba. Por supuesto, ninguna de las dos familias quieren que la pareja se case, pero el amor es más fuerte”.
Esto de que le encanta “la cultura china” no pasa de ser otro cuento, por supuesto, chino de cabo a rabo. ¿Será la amistad con Raúl que le despierta añoranzas orientales insospechadas? El “ahora” de la declaración de Manet delata la impertinencia de un viejito senil, empecinado en lo que habría podido ser si…, dado como realización y como categoría del pensamiento. Por eso añade un calderón que es el de su mutis de escena por una puerta estrecha, que él toma por escenario. Allí, entre perversas ruinas causadas por el régimen que hoy lo invita de vuelta a Cuba, y entre vidas mutiladas –cuando no aplastadas por el cataclismo nacional llamado persistentemente “revolución” –, Manet tiene a bien declarar su optimismo panglosiano:
“Los tiempos cambian y hay tres tipos de personas: los que viven en el pasado, los que viven en el presente y los que viven en el futuro. Yo soy de los del presente y el futuro. Los cambios que hoy se propone Cuba, se podrán hacer paso a paso. Mi deseo es poder regresar más frecuentemente por el placer de ver a mis amigos, de ver el mar. Pienso que los cambios son positivos y que la honestidad de cada uno debe estar presente en lo que hace Cuba hoy, que puede ser de verdad muy brillante”.
Decir esto en La Habana de hoy –en suelo isleño–, donde la represión contra unas mujeres indefensas como son “las damas de blanco” y otros opositores a la tiranía, ha ido en aumento paralelamente a las medidas de la administración Obama, encaminadas a “normalizar” las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos y eliminar tensiones de frente a la tiranía, es cuando menos indecente. Decirlo en La Habana, cuando se viaja desde París o cualquier capital del mundo libre –imposible no haber visto esas imágenes de palizas y atropellos contra gente indefensa–, es un acto de mentecatería y servilismo de la peor especie, concebible únicamente a la luz de la psicología, cuando el hombre se abisma en el océano de su inconciencia convertido por decisión propia en salmón.