MIAMI BEACH, Florida.- Jamás pensé que regresaría, pero lo hice y al pisar mis calles nuevamente vi que mi pueblo tenía un rostro ajeno al que yo amaba pues por el habían pasado muchos años de no ser feliz. Es más, ya Cienfuegos no era mi pueblo, ni tampoco Cuba era mi país; eran lugares distintos aunque tenían los mismos nombres. Salí de EE.UU. con pasaporte cubano, pero “habilitado” con una visa para poder pasarme en Cuba no más de noventa días. El gobierno comunista me había violado el más íntimo de todos los derechos humanos, la ciudadanía. En todo lugar de Cuba que visité me trataron como extranjero. Habían pasado cincuenta y tres años de no pisar, como natural de Cuba, mi suelo, y ahora lo tuve que hacer como forastero.
El último día: 5 de septiembre de 1962
No me dijeron nada, nunca tuve la menor idea de lo que estaba pasando. En la casa no contaban con la participación de un niño de siete años y medio.
Me vistieron, me dieron el café con leche, que tanto me gustaba, y me sentaron en uno de los viejos sillones de la saleta de nuestra casa en la calle Cristina entre San Carlos y Santa Cruz, en mi amada Cienfuegos, donde nací.
Después de esperar un rato, al borde del aburrimiento y ya casi a punto de encender el televisor, sentí que abrían la puerta de la calle. Entró mi tío Pachi y me extrañó tanto que en lugar de su usual algarabía, risas, bromas y estruendosa voz saludando, hoy había entrado en silencio, con unas gafas negras y un misterio extraordinario, muy inusual en él. Ni me miró. Siguió, como gato sigiloso, hacia la cocina donde estaban reunidos los mayores.
Entonces encendí la televisión, estaban transmitiendo un show de la Orquesta Aragón de Cienfuegos y así comenzó mi último día en mi país. Era el cinco de setiembre de 1962.
Poquito después, todos subimos al carro de mi tío, me pareció que alguien dijo que íbamos a La Habana, pero aún no me habían dicho nada de las cosas que acontecían en ese extrañísimo día.
Cuatro horas más tarde llegamos a La Habana y, sin detenernos ni a tomar café, seguimos directo a Rancho Boyeros, al aeropuerto José Martí; y fue allí, junto a un sinfín de adultos, todos con gafas negras y sin muchas maletas, acercándose a mí, con sonrisa triste, que mi querida abuela me dijo, con un hilo de voz, que nos íbamos, que un avión nos llevaría a Nueva York, a vivir a Estados Unidos. Mi madre, con un pedazo de jabón, le quitaba el brillo a las dormilonas de mi hermanita para que la miliciana, que guardaba la puerta del avión, no se diera cuenta que eran de oro y así poder sacarlas del país.
Años después supe que la razón por la cual traíamos solo una maleta para los cinco, era porque a uno solo le permitían sacar una muda de ropa. Además me enteré que todas nuestras pertenencias se las apropió el Estado, incluyendo el coche de mi padre y nuestra casa de verano en Rancho Luna. Así comenzó la revolución, robándole al pueblo.
No recuerdo casi nada más de ese día. Del aeropuerto, solo aquella inexorable barrera de cristal, la famosa pecera, estructura odiosa que había puesto el Gobierno para dejarnos saber, claramente, que los que estábamos de este lado nos separábamos de nuestros seres queridos para toda la vida. Al otro lado, aún con sus gafas negras, estaba parado mi tío Pachi y esa fue la última vez que lo vi.
El regreso: 5 de septiembre de 2015
El cinco de setiembre de 2015 celebré cincuenta y tres años de haberme marchado de Cuba y ese mismo día regresé, pero solo a una isla que se llamaba Cuba. No regresé a mi país, no pude, ya era imposible hacerlo porque la Cuba donde yo nací ya no existía. Caminé por las calles de Cienfuegos, y horrorizado vi que la Calle Cristina la habían designado como paradero de carretones de caballos y de Santa Cruz a San Carlos había más de quince de estos carruajes rústicos del transporte público aparcados. Gracias a Dios que mi abuela no vio esto, pues se hubiera muerto de un ataque al corazón.
En La Habana compré entrada para ver el espectáculo del cañonazo de las nueve, pero al pasar por la taquillera de la puerta de la fortaleza, me dijo que con el boleto que había comprado no podía entrar, que como yo “no era cubano” tenía que comprar el de extranjeros que, claro, era mucho más caro: de siete pesos cubanos a ocho CUC.
Como se dice vulgarmente, me trató “como a un perro”. Así nos tratan en Cuba, aún después de haber evolucionado, pues éramos “gusanos”, y luego fuimos los de la “comunidad”. Ahora solo somos extranjeros.
Tantos recuerdos me acompañaron durante todos esos años de larguísimo exilio. Fueron esos recuerdos los que nunca me dejaron regresar, aunque en esos tiempos todavía pensaba que Cuba existía —digo, que se podía rescatar—. Me mantuve firme en mis principios, que aunque los tiempos se amañaban a permitir que entraran en mi cabeza otros pensamientos, siempre regresaba al recuerdo de la humillación más grande que jamás se le puede hacer a una persona.
Fue así: Mi madre, doctora en farmacia, había heredado de mi abuelo, que era un farmacéutico español, una farmacia. Durante todo el verano del 1962, ella me llevaba todas las mañanas a abrir el negocio y a mí me encantaban esos viajecillos por la cuadra, de la mano de mi madre hasta llegar a las cuatro puertas de madera, ahí, a cortos pasos después de doblar la esquina sobre la Calle Santa Cruz.
Un día, al doblar la esquina vi un Jeep con tres milicianos, parado delante de la farmacia. Jamás se me olvidará esa imagen. El más gordo y feo, con un bigotón que parecía un lazo pardo sobre sus labios, se apeó y se acercó a mí madre: “Dame las llaves”, le dijo en tono brusco y agresivo. “Pero, ¿qué quiere usted? ¿Qué está pasando?” le respondió mi madre, atemorizada y sorprendida. El esbirro le arrancó las llaves y de forma déspota y brutal le dijo, “Esta farmacia es ahora del pueblo, señora”, y más alto, para que el barrio entero lo oyera, le dijo al mensajero: “Tú serás ahora el administrador de este establecimiento y la señora, si le place, trabajará aquí según dispongas”. Mi madre bajó la cabeza, cosa que jamás le había visto hacer, me agarró fuertemente de la mano y nos fuimos, volando, como una ráfaga de aire que se cuela por una ventana.
También recuerdo cuando una mañana —otra mañana, siempre fue por la mañana, quizá por eso siempre mantuve la costumbre de despertarme tarde— llegaron los milicianos a mi escuela. Agarraron a los curas a empujones y a golpes, los tiraron al piso y los esposaron. Todo parecía una locura y entre gritos y ay dioses, iban llegando las madres de mis compañeritos. Todos salíamos corriendo, como locos, asustados, horrorizados, pues nunca se había visto tanto maltrato, tanto atropello, tanto abuso, golpes, soldados, policías, insultos y ofensas a los maestros que con tanto sudor y paciencia habían asegurado que en nosotros se fijara la consciencia jesuita de la disciplina, el orden y la espiritualidad.
Esos recuerdos, y mucha sabiduría acerca de lo que es una dictadura comunista, me mantuvieron alejado de Cuba, años sobre años, hasta llegar a ser toda una vida. Pero cuando llegó el momento de decidir si iba o no, no vacilé: fui, me metí en la cabeza que lo más importante era la familia… y no me arrepiento, pues tuve la oportunidad de conocerla. Todas bellas personas y en particular a un gran hombre, otro tío, que de no haber ido cuando fui no lo hubiera visto jamás, pues murió poco después.
Además, mi viaje me sirvió para saber, clara y definitivamente, que Cuba no tiene arreglo, que la gente no son las mismas, que ha cambiado todo, que no hay marcha atrás. La Cuba que yo dejé estaba agonizando, presta a morir, consumida por el peor de los cánceres y, cincuenta y tres años después, supe que al despegar mi vuelo de Pan American, rumbo a Nueva York, cerró los ojos y dejó de ser. Quizá en otro mundo la pueda volver a ver cómo era, como fue y como debe ser, cómo deben ser todos los países del mundo: ¡Libre!
Nota del editor: Bodo Vespaciano, lector de CubaNet, es el autor del texto y las fotos de este artículo. Sus libros están disponibles en este enlace.