Raúl Rivero/El Nuevo Herald – Los acusan de todo, desde ser demasiado radicales o muy conservadores. De no amar la paz, el trópico o los perros. Los ponen en las cuarterías políticas que diseñan los propagandistas. Los descalifican con insultos directos y con reseñas donde el odio se pone un sombrero de paja y unos lentes de sol. Hay que hundirlos y olvidarlos. Pero ellos siguen en la calle o en la cárcel, de frente al castrismo, bajo los golpes de la policía y esas otras palizas.
Con todas sus imperfecciones y las que le adjudican el gobierno, sus escribidores y sus cómplices disfrazados a duras penas en el mapa de la isla y en otras geografías, la oposición pacífica, el periodismo independiente y los artistas libres persisten y actúan como el único aire de rebeldía en una época en la que lo elegante y progresista para muchos intelectuales creadores y otros personajes es ir a La Habana a retratarse y a bailar.
Se puede percibir una especie de esfuerzo conjunto para dejarlos fuera de la realidad con su molesta manía de protestar y denunciar la represión y la violencia a la que ya debían de estar acostumbrados después de más de medio siglo.
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