LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Yabel nació durante el Período Especial, cuando los soviéticos pusieron pie en polvorosa y dejaron a la pretendida revolución cubana en el pico de la piragua.
Es por eso que esta chica, de 21 años, flota como un lindo y colorido corcho en medio del vendaval político. No estudia, no trabaja, no ve la televisión, no lee periódicos, no se acuerda para nada de lo que estudió hasta el nivel secundario, porque todo lo aprendió con alfileres.
Dice que es una muchacha “del montón”, y que todas sus amigas son como ella. No le gustan las drogas, ni las bebidas alcohólicas, tampoco le gusta buscar extranjeros.
En su niñez, no tuvo mantequilla para el pan, ni un vaso de leche para el desayuno. Mucho menos se acuerda de haber comido, de niña o adolescente, un bistec de res con papas fritas. Ni siquiera pudo alcanzar uno de los cincuenta sabores de los helados de Coppelia, porque cuando ella nació, la famosa heladería ya sólo producía un sabor, de mala calidad, y para cuyo consumo hay que marcar en una cola kilométrica, que Yabel se niega a hacer.
Le pregunto qué recuerda sobre el ataque al Cuartel Moncada, fecha festiva, recién celebrada en Cuba, a pesar de sus muchos muertos, y pone una cara más cómica que la de Charles Chaplin cuando la policía lo atrapaba. No recuerda mucho. Sólo que, gracias a esa fecha, la gente no trabaja durante varios días. Porque de política no habla. Lo ignora todo. No le gusta. Tampoco la Medicina, ni la Ingeniería, ni la Informática…
-Entonces, ¿qué te gustaría estudiar, Yabel?
-Nada –me responde-, ya no tengo cabeza para los estudios. Me gustaría ser manicure, pero no tengo productos.
Yabel pertenece a ese inmenso grupo de jóvenes cubanos que ni estudian ni trabajan, y a los que el poder político mueve como fichas de dominó, de aquí para allá, sin ton ni son, porque no saben lo que buscan, al tiempo que la sociedad tampoco sabe ofrecerles lo que necesitan.
Son chicas de uñas postizas en pies y manos, con lindas florecitas de color blanco en cada una, y con largos cabellos, bien planchados, de color miel, negros, o rubios, pero siempre iluminados con rayos plateados. También con sayas muy cortas y algún que otro tatuaje discreto en el cuello o los hombros: una mariposa en vuelo, una abeja libando una flor; y otros más complicados, como escorpiones, serpientes enroscadas, cabezas de tigresa, en lugares bien ocultos.
Me confiesa que la vida le resulta difícil. Vive con su abuela en una casita a medio construir, en Santa Fe, pueblo costero del oeste habanero. La abuela es una anciana que para poner un plato de comida en la mesa limpia por un peso convertible la casa de una vecina, y además le lava la ropa dos o tres veces a la semana.
Pero Yabel me dice que cada vez que se casa, sin papeles, claro, porque casarse de verdad no es necesario, vive un poco mejor. Entonces el llamado ¨novio¨ la ayuda económicamente, y hace una vida más entretenida. Su segundo y último ¨casamiento¨ le duró más de tres años: un joven que aprendió por su cuenta a desbloquear y reparar celulares, para obtener algunos chavitos a la semana. Iban a comer a los paladares, a la playa de Baracoa, y en ocasiones a los cines de La Habana.
Le pregunto lo que sueña para su vida, y, con una sonrisa casi infantil, me dice que ella nunca sueña, o que nunca recuerda lo que sueña. Le aclaro que me refiero a los sueños del futuro, y entonces me mira, extrañada, y responde que no sueña nada.
-¿Nada, Yabel?
-Nada. No es necesario. Lo que venga, vendrá. Además, me imagino que será lo mismo de siempre.
La comprendí bien. Esta chica “del montón” no sabe qué busca bajo el cielo cubano, ni qué lugar ocupa en una sociedad que no sabe, ni puede, ayudarla. Es por eso que no sueña.