LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Abel Prieto acaba de mudarse del Ministerio de Cultura para su nueva oficina de asesor del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y ya algunos intelectuales empiezan a echarlo de menos y a preguntarse cómo les irá con el nuevo ministro, Rafael Bernal, que antes era el vice-ministro, y que más que un tecno-burócrata es ante todo, un militar que cumplirá órdenes en tiempos de Lineamientos y timbiriches.
Tener como ministro de Cultura a un intelectual que generalmente se mostraba comprensivo y moderado, supuso ciertas ventajas para los cultores del arte oficial. Es sabido que en el país de los ministros ciegos, uno tuerto es un prodigio.
Gracias a Abel Prieto, que con su permiso para viajar amortiguó la estampida de artistas e intelectuales, estos pudieron publicar, dar conferencias, grabar, exponer y vender sus obras en el exterior, y luego regresar al redil, cargados de pacotilla y divisas para compartir con el Estado (aunque a este le tocase la parte del león, nada es perfecto). La única condición para el lleva y trae artístico, el “quedadito aterciopelado hasta nuevo aviso” y la participación en el intercambio cultural Cuba-USA, es portarse bien y no hacer declaraciones inconvenientes por allá afuera.
En definitiva, Abel Prieto siempre convino a todos. Desde el inicio. A los de la UNEAC porque fue el único que aceptó la papa caliente que nadie quería de sustituir como ministro a Armando Hart y librarlos de su teque de dinosaurio. Y al Comandante, porque un ministro con pelo largo, escritor, y que se emocionara hasta las lagrimitas con las canciones de los Beatles -particularmente, las de Lennon, ese revolucionario tan distinto al guaraposo Mc Cartney-, le convenía para dar la imagen de la apertura que no había en realidad ni estaba dispuesto a conceder, pero que era ventajoso aparentar.
Con sus dos mitades en pugna, Abel Prieto se vio precisado a ejercer el multioficio durante sus 15 años como ministro. Administrar la cultura oficial en medio de los quebrantos del Periodo Especial supuso hacer de crítico de arte, comisario, domador, ilusionista y policía bueno. Y para colmo, en sus ratos libres, escribía ficción.
Pero la más ingrata de sus tareas fue dictar pautas acerca de lo realmente valioso de la cultura cubana, que según él, es una sola, la que apoya a la revolución. No obstante, y aunque no convenció a nadie ni se esforzó demasiado en conseguirlo, cada vez que pudo afirmó que en Cuba no hay censura sino un exigente canon estético, del que no estaban excluidos los disidentes.
¿Quién se lo iba a creer, si de pronto, olvidado del curso délfico con Lezama que hubiese querido pasar, en pose de guapito con melena de Marianao que maneja el Index cual si fuese una guagua, calificaba a Zoé Valdés, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Gastón Baquero como “abominables” y decía que Raúl Rivero había tenido la suerte de no terminar tirado en una cuneta (¿asesinado por una brigada de respuesta rápida?).
Pero con tantos prospectos malos y peores alrededor, pocos en el mundillo de la cultura oficial hacían demasiado caso de “las cosas de Abelito”. Si le prometían que eran revolucionarios, ya buscaría la forma de complacerlos. O al menos, de que no se sintieran demasiado agraviados y “se pasaran al enemigo”.
Los rumores acerca de su sustitución comenzaron desde antes que no pasara al Politburó en el VI Congreso del Partido Comunista. Dicen que no se sentía bien de salud –los trastornos gástricos acechan a los intelectuales metidos a comisarios- y que ansiaba dedicarse a escribir narrativa, así que se debe sentir complacido ahora que lo sustituyeron, no tronado, sino con méritos reconocidos y un cargo de asesor que es casi una botella.
Esperamos que ahora que dispone de más tiempo para escribir, logre algo mejor que El vuelo del gato. Y no es que esté del todo mal, con espiritistas, hippies de utilería del realismo socialista, pedantes bajorrelieves y cierto machismo residual, la nostálgica y desencantada historia de Freddy Mamoncillo y Marco Aurelio El Pequeño. Sólo que uno espera más de alguien que dice conocer tan bien el canon estético literario.
Ese libro tampoco es Los viajes de Miguel Luna, el más reciente del ex ministro, que ahora mismo leo. No pretendo hacer de crítico, pero me parece que con las totalitarias hachitas de Mulgavia -¿qué le hará pensar que el socialismo real de allá es muy diferente al de acá?- Abel Prieto no logrará superar la trama del bizco Godofredo Lafferté y el estoico Marco Aurelio de Pogolotti. Veremos. Cuando lo termine, les cuento.