LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Cuando conocí personalmente a Tania Díaz Castro, mi primera reacción fue remontarme al año 1990. Entonces yo era un joven oficial de veintiún años, recién graduado de un curso emergente en la Academia de la Contrainteligencia del Ministerio del Interior.
En esa época, en las oficinas de la Seguridad del Estado, todavía retumbaba el eco de nombres como Tania Díaz Castro, Ricardo Bofill Pagés y Samuel Martínez Lara, que dos años antes habían fundado el Partido Pro Derechos Humanos de Cuba. Era una época de una intensa actividad represiva, por el miedo del gobierno a que el modelo de apertura soviética se esparciera por la isla.
A los oficiales de la Seguridad del Estado de más antigüedad les gustaba humillar a los novatos, quienes se encargaban de los casos de menos importancia, según el criterio de los jefes. De ahí que casos como los de Bofill y Tania no estaban al alcance de un recién llegado como yo. Eran los más viejos los encargados de “iluminarme”, y me representaron a esta mujer como la Hidra de Lerna, a la que era necesario cortar sus cabezas.
De manera que, cuando saludé por primera vez hace casi un año a esta madre cubana, periodista y poeta, y a su comitiva— tres perros y otros tantos gatos —, tuve la extraña sensación de haber viajado en el tiempo, y de haberme encontrado en el siglo pasado con una antigua “enemiga”.
Unos amigos opositores me dijeron que tuve suerte de ser recibido en términos amistosos por esta decana de los derechos humanos en Cuba. “No le gustan los extraños, ni que la besen en la mejilla”, me había advertido un viejo amigo y opositor, artífice del encuentro.
Había ido yo a consultar sus buenos oficios. Me iniciaba en el periodismo independiente y quería que ella revisara mis primeros trabajos. No sólo se tomó el trabajo de leerlos, sino que también se brindó solidariamente para enviarlos a nuestros amigos, y a comunicarles que había un nuevo periodista independiente.
He visto sus fotos junto a Lezama Lima, y junto a Carilda Oliver Labra. He oído sus anécdotas sobre Virgilio Piñera, y he leído sus poemas. Es una mujer que, literalmente, no tiene pelos en la lengua y le suelta a quien corresponda, sin protocolos ni edulcorantes, lo que en ese momento observa en su colimador.
Pese a mis advertencias, no teme que el chequeo telefónico de la Seguridad del Estado, monitoree sus conversaciones, y vaya un paso adelante o las use para manipular alguna frase suya. “No tengo nada que esconder. Ustedes son muy misteriosos.”, dice una y otra vez, con ese tono de reproche, que ya me es tan familiar.
Me alegro de haber conocido a esta singular mujer, que conoció antes que yo el dolor del presidio político. Mi antigua “enemiga” se ha convertido ahora en mi amiga.