LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -“Soy un sobreviviente. Sobreviví al Mariel, sobreviví a Angola, sobreviví al Período Especial y a la cosa esta que vino después. A mí nada más que tú me das un filo y yo me las arreglo”, así dice al principio de esta película Juan, el protagonista. Se supone que esa es la premisa de la historia y lo que veremos debe ser un desarrollo de esa premisa a través de mil avatares y de eventos mil.
Juan de los muertos es una coproducción cubano-española de 2012 dirigida por Alejandro Brugués, graduado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, que trabajó en los guiones de Tres veces dos, Bailando chachachá, Frutas en el café y Fábula, filmes que han ganado varios premios internacionales. En 2007 debutó como director (también compuso el guion) con el largometraje Personal belongings, que también resultó premiada en festivales internacionales. De manera que nos hallamos ante un director que, sin tener una larga carrera como cineasta, ha recibido ya un notable reconocimiento.
Lo primero que debe decirse de Juan de los muertos, quizás, es que se trata de una película ambiciosa, con varios logros indudables, entre ellos que resulta muy divertida y que ha dado un poco de oxígeno revitalizador al agonizante cine cubano de nuestro días. Según el crítico Antonio Enrique González Rojas, en un análisis donde contrasta este filme con la tradición de que proviene, “Brugués apela más a la extroversión espectacular, la reverberación sanguinolenta y la aventura trepidante, sostenido todo sobre efectos especiales y visuales de impecable factura”, en lo que considera “un nuevo y loable intento por indagar los potenciales estético-conceptuales que el cine de género puede ofrecer para la pantalla cubana”.
Por supuesto, la película, que clasifica en el género de terror-comedia, apela a la referencia, a la sátira, a la irreverencia y a lo insólito (“estos inescrupulosos «empresarios» marginales cubanos son antiheroicos hasta la bufonada más escandalosa”, opina González Rojas), claro está. Pero, por desgracia, el concepto total nacido desde el guion no alcanza la altura que pudo haber conseguido y la concepción, en particular, del lenguaje de los personajes es un punto muy débil de la película. Eduardo del Llano, sin puritanismo alguno, escribe que “se pasa tres cuadras en lo tocante a vulgaridad y marginalismo” porque, en fin, “una cosa es la realidad y otra el guion”. Y, parece indudable, un uso más balanceado y pertinente de las “malas palabras” hubiera sido mucho más eficaz.
Pero es que también abundan los parlamentos sencillamente erráticos que, incluso en boca de actores experimentados, suenan poco auténticos. Frases como “Él da para mucho más, compadre. No puedes dejar que siga nuestro camino”, o “¿A ti no te hubiera gustado que nos hubieran encaminado mejor? Yo no me quejo de nosotros, pero hay otras formas de salir adelante en la vida”, o “No me voy a quedar esperando a que las cosas se arreglen mientras La Habana se quema”, o “Busquemos un bote para irnos, a Miami si no queda más remedio. Coño, al final el capitalismo nos va a pasar la cuenta”, suenan falsas incluso pronunciadas por Alexis Díaz de Villegas porque, además, desentonan con todo el diseño mismo del personaje.
Un mayor cuidado con los diálogos no hubiera sido tanto trabajo para una película donde aspectos de importancia más secundaria fueron realizados con un esfuerzo y hasta un virtuosismo que resultan raros en el cine cubano en general. Después de una disertación donde Vladi California habla de irse “de aquí pal carajo a darle la vuelta al mundo”, explica cómo responderá a las probables preguntas que le hagan y termina con “si me preguntan quién es Fidel Castro, me quedo a vivir ahí para siempre”, su padre (Jorge Molina) dice nada menos que: “Hijo, tus palabras me han conmovido profundamente”. Para colmo, este último personaje, Lázaro, que no sabe el significado de “contubernio”, palabra usadísima en la prensa y la televisión cubanas, conoce que existe una versión de Scarface con el actor Paul Muni y otra con Al Pacino. Contradictorio.
Una pregunta que queda flotando en el aire cuando uno termina de ver el filme y que se esbozaba desde antes es: ¿Por qué Juan y sus amigos no se dan cuenta casi hasta el final, y eso porque un personaje se lo dice (personaje en una escena que a Eduardo del Llano, con cierta razón, le parece sobrante), de que aquellos monstruos no son poseídos, ni vampiros, ni hombres lobos, ni disidentes, sino sencillamente zombis? Ellos saben bastante de cine, siguen mucho la televisión, Camila ha crecido en España. En fin, muy pocos en el Caribe pueden ignorar lo que es un zombi, un muerto viviente, porque ese mito viene del vudú haitiano. Absurdo.
Alejandro Brugués, el director, fue desde niño admirador de los filmes de zombis y confiesa que la idea de Juan de los muertos surgió a partir de una broma. Iba por la calle con un amigo, vio a alguien y le dijo al otro: “Se puede hacer una película de zombis con alguien así y no necesita maquillaje. Entonces se me prendió el bombillo”. El chiste con zombis que parecen la gente de siempre brota varias veces en la película. Eso recuerda a la imagen de los cubanos como carneros. Dice Brugués que “los cubanos tienen básicamente tres formas de enfrentar los problemas: ponen un negocio, se acostumbran y siguen con sus vidas o se tiran al mar y huyen”. Esta historia, según nos cuenta, “me presenta a un protagonista que puede tomar una opción diferente, que puede decir «no voy a tolerar esto; es mi país, lo amo y me voy a quedar a defenderlo»… después de probar con el negocio y lo de seguir con su vida, claro. La idea con Juan de los muertos es hacer una comedia totalmente irreverente”. A releer.
La explicación que hace Brugués de “las tres formas básicas del cubano para enfrentar los problemas” es sumamente discutible, pero en definitiva es una opinión suya y, por tanto, respetable. Pero, cuando asegura que su protagonista “puede tomar una opción diferente” y decirse que “no voy a tolerar esto; es mi país, lo amo y me voy a quedar a defenderlo”, uno puede quedarse confundido. El autor puede darle a un personaje las características y virtudes que le vengan en gana, pero otra cosa es que funcionen en el mecanismo de la realidad de ese ser ficticio. ¿No hay una desproporción en esta concepción del personaje que puede dañar el resultado de la obra? Obvio.
Además, creer que Juan de los muertos es “una comedia totalmente irreverente”, no parece un acierto del director. Claro que es muy irreverente, pero no totalmente irreverente. González Rojas escribe muy atinadamente, me parece, sobre un punto clave de la historia: “La sacralidad de espacios e instituciones del Poder, y los principios morales preconizados por éste, son sometidos a inclemente y destemplada mofa, mediante expansivos gags que no consiguen trascender el lúdico golpe de efecto y la risotada inmediata. Desperdiciada queda esta dorada oportunidad para articular una tesis más contundente, que permita cartografiar y diseccionar a profundidad las problemáticas insinuadas/referidas, como sí consiguió Tomás Gutiérrez Alea en su brillantemente hilarante La muerte de un burócrata (1966), y un tanto menos Daniel Díaz Torres, en la punzante alegoría de Alicia en el pueblo de Maravillas (1990)”.
Hay mucho de qué hablar sobre esta película, pero, en definitiva, cualquier obra de arte debe ser juzgada sobre todo por sus logros, por lo hecho. En cuanto a los logros, Juan de los muertos es un filme extraordinario en Cuba y seguramente en otros muchos lugares, pero sobre todo en Cuba, por supuesto, donde el cine, de género o no, está lejos de parecer un arte en pleno ejercicio de vida. Además, me resultan muy conmovedores, y estimulantes, la pasión, la voluntad de entrega y el amor desinteresado por el cine que aflora en tantos momentos, si no en la película toda. La pasión de cine lo permea todo. Y ese, me parece, es el mayor éxito de Alejandro Brugués, conseguir que todo el mundo (decenas de actores, muchos de ellos estelares, y centenares de extras y técnicos y colaboradores) trabajara con una pasión y un amor que cuajaron en una obra que el público disfruta muchísimo.
Porque estamos, más allá de opiniones y críticas de cualquier tipo —incluyendo esta, por supuesto—, ante una obra sobresaliente. Incluso el hecho de que uno pueda verla varias veces y discutir sobre esto o lo otro, y volver a verla, y variar algún punto de vista y luego quedarse pensando y repensando y queriendo intercambiar opiniones con otros, eso, estoy seguro, es uno de los enormes méritos de la película. Después de todo, nadie puede saber si el filme todo será una pieza inolvidable, pero no cabe la menor duda de que hay secuencias y escenas que no olvidaremos (como la de la pelea/baile entre Juan y La China, convertida en zombi, esposados ambos), que formarán parte del imaginario cinematográfico cubano.
Y si algo parece más que probado en esta película es que Alejandro Brugués se revela como un cineasta de ambiciones, de talento y de futuro. Lo que ha hecho hasta ahora lo prueba, y el impulso y la pasión por el cine sin barreras que siente hacen difícil dudarlo. El futuro, su futuro, dirá la última palabra.