LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – En la historia de cualquier pueblo de Cuba hay un loco, pacífico como todo buen loco de pueblo; esos a los que la gente les toma cariño y los recuerdan por su nobleza, hasta después de muertos.
Pero la historia de un duende sí que es algo distinta, pues se trata de un ser fantástico que nadie sabe en qué fecha murió o si continúa vivo entre los vivos.
El poblado de Santa Fe, al oeste de La Habana, tiene un duende llamado Cristóbal, un anciano de pequeña estatura, negro, dueño de una casita de tablas, con techo de tejas rotas y la puerta que se aguanta de puro milagro.
Allí mismo, y después que la tropa mambisa al mando de Antonio Maceo incendiara el central Tahoro en 1896, los abuelos de Cristóbal levantaron su bohío alrededor de un frondoso roble, tal como hicieron muchos de los esclavos liberados para dedicarse a la pesca, la cría de aves, chivos y la artesanía.
Aquel caserío dio origen a Santa Fe, y hasta se piensa que fueron los esclavos quienes le pusieron de nombre al barrio El Roble, en homenaje al árbol querido.
Cuentan los residentes más antiguos que en la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando talaron el viejo roble para continuar la carretera que pasa por los caseríos de Cangrejeras, Lazo de la Vega y Punta Brava, vieron a Cristóbal salir de su casa dando gritos y maldiciendo a los cuatro vientos, y que a partir de ese día se le vio triste y silencioso.
Unos dicen que murió hace tiempo. Otros dicen que lo escuchan llorar en las noches de luna llena, cuando se esconde en las ruinas de un antiguo cementerio de esclavos, no lejos de su casa, mientras hace sonar los herrumbrosos grilletes de los abuelos, que Cristóbal guardaba debajo de la cama. O lo ven saltando cercas para asustar a los gorriones, o sentado al borde de la carretera en las madrugadas de verano, disfrutando la fragancia de un árbol que despareció hace ya mucho tiempo.