CIENFUEGOS, Cuba, agosto, (Jagua Press, 173.203.82.38 ) – Uno de los pilares sobre los que en el pasado descansaba la retórica propagandística del régimen, era el de los programas sociales que había implementado y que utilizaba como paraban para ocultar, tras el brillo cegador de las gratuidades y el igualitarismo, los desmanes del poder. La podredumbre de la corrupción y el el autoritarismo, era atenuada por el perfume del falso humanismo con que se enmascaraba la irascible revolución.
Para quienes contemplaban y trataban de interpretar nuestra experiencia allende los mares, los programas de salud, educación, y seguridad social, entre otros, constituían el ejemplo más cercano del Paraíso en la Tierra. De la vieja y culta Europa venían a visitarnos exóticos intelectuales de la siniestra que extasiados cantaban loas al régimen, poniendo su granito de arena en la construcción del mito.
Sin embargo, la percepción que estos buenos señores tenían –y difundían- de Cuba andaba muy alejada de la realidad. Tal vez el primer despertar lo tuvieron algunos cuando supieron lo que acontecía en esta ardiente tierra del trópico con los “flojitos” (término peyorativo con el que calificaban los comunistas a los homosexuales). Muchas de las plumas que narraban la epopeya de la forja del Hombre Nuevo, pertenecían a ese grupo que la moral comunista consideraba un vergonzoso rezago del pasado pequeño burgués.
Con los campos de trabajo forzado de las UMAP, primero, la cárcel bajo la tipificación de peligrosidad social, o el exilio forzoso a través del puente marítimo del Mariel, en 1980, el régimen buscó deshacerse de quienes, por amar a alguien de su mismo sexo eran considerados por los comisarios políticos, guardianes de la moral revolucionaria, como entes aberrados.
El homosexualismo era considerado entonces por las escuelas de psicología de la extinta Unión Soviética, – de las cuales copiamos – como una enfermedad, una desviación en la conducta humana que tenía que ser curada medicamente. Todavía recuerdo cuando siendo yo un niño, los padres de Pedrito, un compañerito del barrio de mi misma edad, lo llevaban al psicólogo para tratar de curarlo de la “grave enfermedad” que le haría la vida imposible en nuestro paraíso socialista.
Por supuesto que fracasaron. Al final lo único que lograron fue que Pedrito hablase una voz algo más grave y perdiese para siempre, su autoestima y su dignidad.
Pachucho, “El Viejo espigón” como se le conocía en el mundo gay, la pasó peor. Fue sorprendido en la década de los setenta, en el baño público de la terminal de ómnibus local, en un apasionado encuentro con un desconocido y fue a dar con sus huesos, a la tenebrosa Prisión Provincial de Ariza.
Que las cosas fueron así lo testifica el mismo Fidel Castro, quien durante una entrevista concedida el año pasado a la reportera del diario mexicano “La Jornada” nombrada Carmen Lira Sade, reconoció tácitamente que hubo persecución en Cuba a los homosexuales. Al intentar explicar por qué permitió él los abusos, lo único que logró fue enlodar aun más, la imagen liberadora y liberal con que quiso siempre disfrazar su dictadura, que algunos insisten en llamar “proceso revolucionario”. Sin embargo no se equivocó cuando reconoció que el daño era irreparable.