LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Asustan algunas de las imágenes que publica la televisión cubana en torno a la situación en Venezuela. Su fin no es asustarnos, desde luego, pero al menos en mí producen un efecto contrario al que persiguen. He visto a una joven caraqueña gritando, al modo rabioso y teatrero en que suelen hacerlo los chavistas, que hay que politizar a los niños, hay que hacerlos partícipes de los mítines y las barricadas, enseñándoles a venerar a Hugo Chávez desde la más tierna edad, para que cuando crezcan no se conviertan en enemigos de la patria.
Es frecuente, entre tales imágenes, las de vociferantes que claman por la defensa y la extensión más radical de lo que llaman las comunas, que no es sino un remedo de aquellos tétricos 25 mil amontonamientos de gente pobre, con 5 mil familias viviendo en estado de neoesclavismo, que organizara Mao Tse Tung en China, en esa época salvaje refrendada en la historia como maoísmo, un modo particularmente cruel y mesiánico-dictatorial de aplicar el marxismo, del cual, por cierto, el propio Chávez era fan, según su confesión pública.
No obstante, lo que más asusta al ver tales imágenes podría ser tal vez el hecho de que sean capaces de asustarnos a nosotros los cubanos, a nadie menos.
Y al tiempo que nos asustan (ya que donde quiera que doblen las campanas, doblan por ti), resulta inevitable que nos traigan un hálito de esperanza, sobre todo por el distanciamiento más bien cínico con que nos vemos a nosotros mismos valorando las actitudes de esos fanáticos chavistas, idiotizados instrumentos del poder, mientras concluimos que una situación semejante ya no es posible en Cuba, como no sea a través de algún poco serio montaje politiquero.
De pronto, y casi sin darnos cuenta, nos reconocemos regresando del infierno, no por haberlo dejado atrás materialmente, puesto que aún nos debatimos entre sus llamas -y solo el diablo sabe por cuánto tiempo más-, pero sí a partir de la certidumbre de que ya no lo hacemos a gusto, ni engañados, ni por energúmena elección, como parecen hacerlo los chavistas que nos muestra la televisión.
Es increíble la vulnerabilidad que padecen las personas ante el riesgo siempre latente de la involución. Tardamos cientos de miles de años para evolucionar. Sin embargo, basta un decenio, poco más o menos, para que las malévolas influencias caudillistas y mesiánicas nos retrotraigan de vuelta al fondo de la incivilidad.
Ya nos habían advertido, desde Platón hasta Freud, que la estructura de base de todo ser humano no es la razón, sino la emoción. Somos, en principio, hijos de los efluvios apasionados, y en ello se afinca la mangoneadora influencia de los líderes.
Lo que nos faltaba por conocer, incluso mediante la experiencia del horroroso cuadro que aún sufrimos en Cuba, es este auténtico horror que sentimos al pensar en el futuro más próximo de los venezolanos, náufragos sin costas de una revolución que, para mal de males, tiene por líder a la sombra de un fantasma.
Es de esperar –al menos yo lo espero, tanto como lo deseo- que el gobierno de los Estados Unidos no le sirva en bandeja de plata a Nicolás Maduro y a su comparsa corrupta la tan socorrida pero siempre útil coartada del enemigo imperial que desde el exterior agrede la soberanía nacional. De igual forma, esperamos y deseamos que el desprecio burlón de la comunidad internacional ante Maduro, a partir de su cruda y caricaturesca pero amenazante brutalidad, no les lleve a bendecir, por prepotencia, el mal augurio para Latinoamérica y para la civilización occidental que representa el caso de Venezuela, en tanto oxígeno para el reverdecimiento de la guerra fría, ahora calentada con petrodólares.
Por lo demás, otra vez tiene razón aquel refrán según el cual siempre hay alguien que está peor que uno. Y la condición de peor para los venezolanos radica, grosso modo, en el detalle de que apenas comienzan el descenso a un abismo del que los cubanos todavía no hemos logrado sacar completamente la cabeza, aunque venimos subiendo, convencidos de la inviabilidad de una recaída.
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