LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Hace algunos años tuve la oportunidad de revisitar una de las obras pictóricas que mejor ha reflejado el estado de salud político, social y espiritual de la nación cubana. Me refiero a la obra El Gran Apagón, de Pedro Pablo Oliva. Los que conocen el cuadro, seguramente recuerdan la imagen de la tribuna iluminada por una luz cenital. Esa tribuna está ubicada en el mismo centro del cuadro, y es el único segmento de éste que no está en la semipenumbra.
Durante décadas, la única y absoluta tribuna pública de Cuba tuvo nombre y apellidos. Al igual que en el cuadro antes mencionado, todo lo demás estaba condenado al aplauso unánime, al silencio cómplice o la oscuridad, el ostracismo, la muerte o el exilio. Desde esa tribuna se cambió el destino político del país, se condenó a paredón de fusilamiento en nombre del tenebroso “terror revolucionario”, se movilizó al pueblo a favor de los delirantes planes y tareas masivas que desangraron al Estado, se dividió, se destruyó la historia familiar y personal de miles de compatriotas.
El arte de la hipnosis y la manipulación de las emociones colocó a cientos de cubanos en bandos antagónicos. Ser invitado a compartir el espacio de la tribuna con el “máximo líder” y su séquito, era, para muchos, motivo de un orgullo casi demencial. En la década pasada, los sábados se televisaban para todo el país aquellas Tribunas Abiertas, que de “abiertas” solo tenían el nombre. El discurso era uno, de un único trazo, matiz y color. Nadie se salía del guión.
A casi siete años del precipitado repliegue del “Opus Magus” del estrado, la tribuna oficial parpadea y el resto continúa en penumbras. Resulta interesante entrar en uno de esos teatros, habilitados como salones de reuniones, anexos a las sedes de las entidades de gobierno. El estilo es más o menos el mismo en todos. El olor a humedad, encierro y vejez no puede ser disimulado por el aire acondicionado y los aromatizantes.
Las largas y monótonas reuniones son una reproducción decadente del viejo esquema estalinista de asamblea popular. Lo mismo hay que soportarle la perorata a un dirigentillo local, ocupante del estrado, que al enviado de “las alturas”. Para las conclusiones, el susodicho enviado sube a la tribuna y pronuncia un discurso repleto de lugares comunes y con el mismo tufo a moho que todos los presentes han soportado durante horas, dentro del salón.
Este diseño se reproduce en los denominados “consejos de dirección” de las empresas, donde, según el reglamento, el representante del sindicato “tiene voz pero no tiene voto”, lo cual equivale a que es un cero a la izquierda. Se suceden largas y tediosas enumeraciones que alimentan el cuento de nunca acabar. Al concluir la reunión, los participantes se tragan el regusto amargo. Continúan su día con la clara sensación de que les han tomado el pelo y están perdiendo el tiempo.
Recuerdo que hace un par de años, un performance ideado por la artista plástica Tania Bruguera provocó un terremoto ideológico en el entorno sociocultural cubano. Allí, en quince minutos, y por primera vez en casi cinco décadas, la libertad de palabra y expresión pública de las ideas tuvo espacio natural. Su tribuna pública contrastó con esas reuniones barriales denominadas “de rendición de cuentas”, que sería preferible llamar “de paño de lágrimas”.
La tribuna se apaga. A más de un millón de cubanos ya no les importa votar a favor de esa parodia llamada Asamblea del Poder Popular. No les interesa saber quién será el próximo que ocupe el estrado oficial. No se fían del sistema. Representan a una mayoría que en silencio va calculando el día a día del derrumbe, con la esperanza de que también de paso, se venga abajo la tribuna. Esa tribuna que se sostiene sobre la base del miedo, la desidia y la rutina criminal y corrupta de un partido que nunca ha sido comunista y mucho menos cubano.