LA HABANA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – En los años sesenta del siglo pasado el pueblo cubano aceptó la presencia masiva de los rusos, porque no le quedó otro remedio. En el corazón de cada uno de nosotros se albergaba el deseo de que desaparecieran algún día.
Ese día llegó. Desaparecieron incluso las matrioskas, aquellas muñecas multicolores, de madera, creadas en 1890, huecas por dentro, que permitían meter dentro de la más grande, otra más pequeña, y así sucesivamente. También desaparecieron los filmes panfletarios y las latas de carne.
Casi todos los nacidos en la Unión Soviética se fueron con su rancio olor a sudor viejo y ajo; las mujeres con sus piernas peludas y aquella costumbre que tenían los hombres de besarse en la boca como saludo fraternal.
El primer ruso que visitó la isla, a finales del siglo XVIII, fue el médico y aventurero Fiódor Karzhavin que, según el periodista Ciro Bianchi Ross en su trabajo publicado en el periódico Juventud Rebelde, Tres mambises rusos: “Permaneció entre 1782 y 1784, y además de ejercer la Medicina se dedicó en La Habana a la enseñanza de idiomas”. Sobre los mambises rusos señala Ross: “Piotr Streltsov, Nicolai Melentiev y Evstafi Konstantinovich entraron en contacto con la junta revolucionaria cubana de Nueva York, que terminó aceptándolos como soldados, y embarcaron para Cuba a bordo del vapor Three Friends”.
Fue quizás Magdalena Rovenskaya la más célebre rusa que estuvo en la isla. Dueña de un hotel en Baracoa, extremo oriental de Cuba, en ella se inspiró Alejo Carpentier para construir el personaje de su novela La consagración de la primavera.
Pese a la escasez de hombres jóvenes que padecimos las mujeres por aquellos años en que proliferaban los soviéticos en Cuba -ya fuera porque los cubanos se ausentaban en prolongadas movilizaciones militares, emigraban o caían muertos en guerras extranjeras-, a la mayoría de nosotras no nos gustaban los rusos. Una anécdota personal que me cuenta Terina, lo reafirma.
Terina esperaba un taxi en una calle habanera cuando un oficial soviético, al timón de un Lada, la invitó a subir. Ella dijo a donde iba y el militar, se ofreció a llevarla. Poco antes de llegar a su destino, el ruso parqueó el auto, puso una de sus gruesas manos sobre un muslo de Terina y, sonriendo maliciosamente, la invitó a comer caviar en su casa.
El oficial vivía en una lujosa residencia de Miramar. La esposa estaba en Moscú. Cuando terminaron de comer, la historia terminó mal para ambos. La agresividad y el apuro del mastodonte, como ella los calificó, no tenían límites. Lo recuerda como un volcán en erupción o un loco de atar. Como el ruso no tenía nada de romántico, ni siquiera hubo una declaración de amor.
Cuando Terina presintió que esa noche le harían el amor a culatazo limpio, tomó su bolso y, rápidamente, sin que el ruso pudiera impedirlo, abrió la puerta y salió a la calle. Ya en la acera opuesta, vio al camarada en medio del jardín, en paños menores, vociferando cualquier barbaridad en su idioma.
Terina sintió pánico y corrió hasta llegar a la avenida. Dice que en su desesperación, y a medida que se alejaba, seguía escuchando un indescifrable rugido humano.