LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) – Regularizar actividades económicas de pequeño calado que se han realizado durante años al margen de la ley, es algo que está bien. Lo que está mal, y resulta francamente capcioso, es presentar tales regularizaciones como un proceso de reformas. Y aún más que capcioso, es poco serio intentar vender ese proceso como avanzada de un modelo económico con pies y cabeza.
Tal vez por ello resulte extraño ver cómo los medios de información insisten en dar lata en torno al proceso de “reformas” adoptado, dicen, en el sexto congreso del partido comunista cubano. Verdaderamente es desmedida la utilización del verbo reformar donde, en el mejor de los casos, va regularizar, y en el peor, retrancar. Incluso, hay quienes, no satisfechos con sustituir el verbo, se pasan de la raya lanzando pronósticos alentadores, es decir, falaces acerca del proceso de “reformas”.
Ni una sola de las medidas dispuestas en el susodicho proceso ha trascendido en la práctica el reconocimiento oficial de actividades que se ejercían desde antes en forma más o menos subterránea. De modo que si algún mérito le corresponde es precisamente el de remediar un mal, legalizando lo que nunca debió ser ilegal.
De igual manera, si la práctica abierta de tales actividades nos reporta hoy algún beneficio -como efectivamente nos lo reporta-, el mérito no es de los caciques que se han limitado a regularizarlas, sino de la gente de a pie, que demostró su viabilidad a cuenta y riesgo, mucho antes de recibir el visto bueno de los caciques.
Claro que si de reformar se trata, todavía están a tiempo los caciques. Y sin ir lejos. Bastaría con que algunas de las más cacareadas regularizaciones, alias reformas, cuya implementación dicen estar estudiando, sean convertidas en reformas reales.
Pongamos un solo ejemplo entre varios, como botón de muestra: la pretendida facilitación a los cubanos residentes en la Isla para viajar al exterior como turistas.
No habría tal reforma en ello, sino apenas el desbloqueo de un derecho humano bien elemental. Pero dadas las circunstancias, pudiéramos asumirla como una auténtica reforma si contemplara por igual, al margen de prejuicios políticos, excepciones chantajistas y venganzas de baja estofa a todos los hijos de Cuba -empezando por los médicos y los opositores encadenados como rehenes-, y, en fin, si la humillante tarjeta blanca dejase de ser un negocio redondo para el régimen, con cero inversión y amplios dividendos, para ir de cabeza al estercolero de la historia.
Mientras las cosas no ocurran de esa limpia manera, cada cual puede llamarle a las regularizaciones, alias reformas, como más gusto le dé. Yo les llamo retrancas.
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