LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Cada mañana desanda el barrio con sus botas desgastadas, pantalones anchos y camisas marcadas por las arrugas y el sudor. En su manos, el producto que le proporciona el sustento.
No pregona, no hace ademanes para atraer clientes, solo camina por las calles y, de vez cuando, se atrinchera tras las columnas que sostienen innumerables edificaciones, con un racimo de periódicos colgados en uno de sus antebrazos y otro grupo atrapado con un agarre a prueba de fracasos.
No sé si puede vender toda la mercancía, pero por el tiempo que lleva realizando la actividad, es factible imaginar que al menos puede procurarse lo imprescindible para mantenerse vivo.
Recuerdo la primera vez que lo vi con decenas de ejemplares recorriendo el barrio, como siempre envuelto en su mutismo y con el reflejo de la angustia en su rostro. Es fácil comprender que vender periódicos es para él una emergencia, quizás su único medio para soslayar los zarpazos del destino.
Día a día, se expone al decomiso y las multas. Ejercer esa labor por cuenta propia no está contemplado en la lista de actividades aprobadas por el gobierno. La prensa, además de ser toda propiedad del Estado, solo se puede vender en los estanquillos del Estado. Fuera de ahí, es un acto que se tolera a discreción por policías e inspectors y, para contar con esos beneplácitos, es preciso tener a mano el dinero que transforma la intransigencia en sonrisas de aprobación. Imagino que el sujeto a que me refiero en esta crónica, también haya tenido que participar, alguna vez, o de manera recurrente, en estos arreglos tras bambalinas.
Estos vendedores a los que no se les puede llamar furtivos, ya que proliferan en diversos rincones de la ciudad durante el día, por cada ejemplar vendido, perciben no menos de 100% de ganancia. Inicialmente adquirido a un precio de 40 o 50 centavos en moneda nacional, es vendido por ellos a un peso. Es decir que la venta de 100 ejemplares podría representar un beneficio de 50 pesos (2 dólares), suma que sobrepasa el salario promedio, fijado entre los 30 y 35 dólares mensuales.
Por supuesto que al hacer este tipo de análisis habría que tener en cuenta, como “gastos del negocio”, las eventuales “mordidas” de policías e inspectores.
Si no fuera por estos bolsones de anarquía, muchas personas no podrían llevar a su mesa algo que comer cada día.
Es difícil explicar la existencia de este engranaje que se basa en la ilegalidad y que se ha desarrollado a causa de las absurdas leyes socio-laborales, y por un irracional sistema económico. Lo que verdaderamente asombra es el número de implicados. También la amplia gama de subterfugios para infringir las leyes vigentes y sobrevivir a los ocasionales escarmientos.
El vendedor que inspira este texto residía solo en un cuartucho de La Habana Vieja, a punto de convertirse en escombros. Desconozco cuál es su paradero en la actualidad. Fuimos compañeros de aula en la enseñanza primaria, hace 40 años.
Se llama Luis, y con solo cincuenta años parece un anciano. Quisiera conocer los pormenores de su desastre existencial, pero cuando me acerco, me huye.
Cada semana lo observo caminar con sus largas zancadas por los alrededores del barrio. Siempre en silencio, con su carga de periódicos, y dispuesto a esquivarme avergonzado, con la rapidez de un lince.