LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -En estos días se ha exhibido en el cine Chaplin la película Chamaco, de producción independiente, la cuarta dirigida por Juan Carlos Cremata (Nada, Viva Cuba y El premio flaco). Recientemente también, este director habló de su filme en la televisión cubana y afirmó que no eligió él esa obra para llevarla al cine, “sino que fui elegido por ella” cuando iba a impartir un curso de realización cinematográfica en la Escuela Internacional de Cine y TV, de la cual es egresado.
En anterior entrevista para la Cartelera de Cine y Video ICAIC, el realizador ya había dicho: “La historia ocurre durante tres madrugadas en la Navidad de 2006, y es por eso, además, que la película es oscura. Son once capítulos alrededor de la muerte de un joven en el Parque Central; incluso en uno de ellos, que hemos titulado “Oscuridad”, probablemente el espectador no vea nada de lo que está sucediendo porque pretendemos que sienta aún más de lo que ocurre”.
“De los ocho personajes, cuatro habían trabajado en la versión teatral y los otros cuatro no. Pero fue fácil trabajar con estos últimos”, cuenta el cineasta en la entrevista televisiva: “Difícil fue el trabajo con los actores que ya habían participado en la puesta en escena teatral, porque tuvieron que desconstruir a sus personajes y luego rehacerlos con la visión de un nuevo director”. En verdad, sin embargo, no se trataba tanto del cambio de visión de un director a otro como del cambio de una concepción para las tablas a una cinematográfica. Y he ahí una de las debilidades de la película.
Según Juan Carlos Cremata, en principio le asombró que el libreto teatral parecía muy adaptable al cine por su división en once capítulos, a pesar de que lo más probable es que el largometraje no hubiera sido en esencia diferente si en la edición final se hubiera descartado el nombre de los capítulos. Claro, uno de los objetivos de este procedimiento sería dar un sesgo irónico al ambiente opresivo de la película y crear una pausa de alivio entre las partes (con títulos como “Purgatorio”, “Mañana será otro día”, “Infierno”), lo que no siempre funciona porque no siempre arrojan suficiente significado. Confesó también el director que se había quedado muy impresionado con la puesta en escena que de esta pieza hiciera Carlos Celdrán. Pero quizás la impresión fue tan profunda que luego Cremata, como director de cine, no supo hacer de esa versión teatral tan lograda una versión cinematográfica a la misma altura. Si su propósito fue jugar con la visión teatral que lo había fascinado, el resultado habla de un riesgo asumido que quizás no valió la pena.
Por otra parte, no hay suficiente justificación para que el director afirme que el libreto es un informe policial, pues el policía asumido por Luis Alberto García no puede mantenerse de forma incuestionable en el vórtice de la acción dramática, no obstante la calidad del trabajo de este actor. Más asombroso aun resulta que Cremata afirme que Aramís Delgado, en su convincente papel de padre, es el protagonista de la historia, ya que, aparte de que el personaje Kárel Darín está imbricado con cada uno de los demás personajes (Chamaco es él), el viejo Depas, por mucho que sea objeto de investigación desde antes, no llega a tener más peso que el prostituido joven, sobre quien, por cierto, se arroja una sobrecarga dramática que por momentos, más que reforzar su rol, lo entorpece.
Como remate, Juan Carlos Cremata dice orgullosamente que “ese era un tema que debía aparecer en el cine cubano”, y uno no puede evitar preguntarse: ¿Cuál tema? ¿La prostitución masculina? La cuestión es que, si se pretende que sea este el núcleo de la película, carece de suficiente densidad. ¿Por qué el juego de ajedrez con el personaje interpretado por Kaleb Casas y qué tiene que ver el hecho de asesinarlo con la prostitución? ¿Qué significa el vínculo del joven personaje con el viejo que lo aloja en su casa? ¿No parece forzada su relación con el personaje encarnado por Laura Ramos? ¿Por qué Kárel Darín, necesitado de dinero, no se prostituye con extranjeros, como es usual y lógico en este país?
Los que debieran ser los puntos fuertes del filme terminan siendo los más flojos: un policía poco verosímil y casi caricaturizado, una laboriosa doctora que se introduce con pasmosa ligereza en la venta de drogas severamente controladas, los poco convincentes encuentros de Darín con el joven Depas y con el padre de este, la exagerada incomprensión entre ellos dos, la sobrada presencia del personaje de Alina Rodríguez (cuya importancia no queda demostrada), una última escena con más verba que sustento dramatúrgico.
Es posible que tanto y tan extenso parlamento y picos emocionales tan inflados sean más aceptables sobre un escenario, pero una superteatralidad en close up no enriquece la gama emocional de esta historia llevada al cine. Tanto rostro lacrimoso, por muy creíble que sea la actuación, y tanta escena en penumbras, por muy bien intencionada que sea la estética de iluminación que se procura, no pueden colmar los propósitos de identificación con el espectador, no consiguen ese mágico punto de catarsis que acaso sí se hubiera logrado con una concepción más modesta de los recursos dramáticos.
Hay, además, demasiada cámara fija, demasiada acción demarcada visualmente, demasiada verbosidad en esa fijeza, demasiada dilación, demasiada renuencia a acudir a recursos absolutamente propios del cine, como si el presupuesto hubiera sido nada menos que hacer una película renunciando a gran parte de lo que el cine es en sí mismo. De cualquier manera, la pasión puesta por Juan Carlos Cremata permea el filme en su totalidad, para bien, y su capacidad como realizador no deja lugar a dudas, sobre todo teniendo en cuenta que la obra fue rodada en solo once días y que ninguno de los colaboradores hizo su trabajo por remuneración económica, que no la hubo.
En una crítica publicada por el periódico Granma, se habla de este largometraje como de una “tragedia al mejor estilo griego con el fantasma del Pasolini, que se nutría de las miserias de las capas marginales de su sociedad y que tanta rabia les daba a los burgueses, porque decían que la Italia que exportaba el cineasta hacía pensar en una nación podrida”. Acaso sea aceptable forzar la comparación y ver el fantasma de Pasolini atravesando el espíritu de esta película. Llegar a la aseveración de que estamos ante una “tragedia al mejor estilo griego”, empero, es dejarse arrastrar demasiado por el entusiasmo e incurrir en palabras mayores. Chamaco, eso sí, merece ser vista y hasta admirada, y tiene dos cosas garantizadas —ambas encomiables—: un público no poco numeroso, que sentirá satisfecha su sed de un arte sin espacio para la indiferencia, y el rechazo de nuestros burgueses, que, fieles a su hipocresía y a su mendacidad, optarían, si les fuera posible, por la hoguera.