LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Cuando le avisaron que su padre había sufrido un infarto de miocardio y se encontraba muy grave en un hospital de Santiago de Cuba, creyó que no podría llegar a tiempo para verlo vivo. Trasladarse desde La Habana hasta Santiago, con la crisis crónica del transporte interprovincial, al menos el destinado a los pobres, conlleva una odisea que puede durar semanas, empezando por una larga cola de varios días ante las oficinas que venden los boletos.
Pero tuvo la suerte, digámoslo así, de que un amigo lo alumbrara: “Si vas para la Terminal de Ómnibus con bastante dinero para pagar por la izquierda –le dijo-, será fácil que viajes en el primer ómnibus que salga para Santiago. Ni siquiera tienes que hacerle propuestas a ningún empleado. Sólo entras con un maletín en la mano y te paras cerca de la puerta de embarques. Del resto se ocupan ellos”.
Recogió sus reservas económicas para casos de urgencia, ahorradas durante mucho tiempo, se fue directo hasta la Terminal de Ómnibus, y, efectivamente, no necesitó permanecer ni cinco minutos parado frente a la puerta de embarques.
Para adquirir el acceso (solamente por el acceso) a comprar dos asientos, para su esposa y él, del próximo ómnibus que saliera con destino a Santiago de Cuba, debía desembolsar por la izquierda 20 cuc o 480 pesos en moneda nacional. Sin contar el precio de los asientos, claro, así como otros gastos adicionales.
Lo montaron en un taxi –cuyo costo de ida y regreso también debía pagar- para llevarlo a una sucursal expendedora de boletos, ubicada en el reparto La Víbora, donde, previo el desembolso de una nueva suma, le entregarían de inmediato el pasaje, violando la kilométrica cola de aspirantes a viajar algún día.
En conclusión, un breve rato después de haber recibido el aviso sobre la enfermedad de su padre, iba ya rumbo a su encuentro, en el ómnibus Expreso Santiago-Habana número 1052, con salida a las 3:30pm, del jueves 29 de septiembre.
Todo había ocurrido tan precipitadamente que apenas atinaba a creer que en verdad se hallaría en Santiago al día siguiente. Estaba bajo los efectos de una rara estupefacción, la cual, lejos de disiparse, iría aumentando en el transcurso del viaje.
Estupefactivo le resultó, por ejemplo, que aquel ómnibus saliera de La Habana con una considerable cantidad de asientos desocupados, habiendo visto las interminables colas de demandantes frente a las oficinas expendedoras de boletos.
No menos estupefactos quedaron, tanto él como el resto de los pasajeros, al ver que los choferes apagaban el motor del ómnibus a cada momento durante la marcha, aprovechando las pendientes de la carretera, para precipitarse a gran velocidad, con el vehículo impulsado (peligrosamente) sólo por la gravedad.
Después conocerían que salieron de La Habana con los asientos desocupados para poder maniobrar por la izquierda durante el trayecto, recogiendo en la vía a cualquier desesperado que estuviese en condiciones de pagar sus altas tarifas ilegales.
Asimismo iban a descubrir que aquellos choferes conducían con el motor apagado para ahorrar combustible en cantidades que le permitieran vender los tickets de asignación a los propios empleados de algunas de las gasolineras que debían surtirlos. Vieron, estupefactos, como lo hacían en gasolineras de Jaguey Grande y Ciego de Ávila.
Y con no menor estupefacción vieron igualmente cómo aquel ómnibus expreso (por cuyo largo recorrido se prevén ciertas comodidades para los usuarios, quienes, además, pagan por ellas), iba repletándose de otros improvisados viajeros.
Incluso, una vez cubiertos todos los asientos, los choferes seguían recogiendo gente en la carretera para llevarla de pie, hasta alcanzar el colmo del hacinamiento. Cuando alguien les sacaba la mano, detenían la marcha, se bajaban del ómnibus, negociaban con el transeúnte donde no se les pudiese escuchar. Y finalmente, les permitían o no subir a bordo, según cuánto pagaran.
Fueron también testigos estupefactos del desenfado y la impunidad con que, aun sin haber salido de La Habana, los choferes se detuvieron para cargar en el ómnibus (parte trasera, en algún compartimento al parecer de su uso particular y exclusivo) 9 sacos llenos de “algo” que ya esperaban por ellos, ocultos entre los maniguales, en algún punto estratégico muy próximo a la autopista.
Luego de pasar la noche con los ojos como dos palanganas, por los constantes sobresaltos de aquel viaje, y como consecuencia del reguetón que no dejó de sonar a toda bocina ni aun en la alta madrugada, él pudo verse al fin junto al lecho del enfermo, tranquilo al ver que su estado no era tan grave como le habían anunciado, pero a la vez perplejo al comprobar que el infarto sistémico y moral que hoy sufre el país no es tan reversible como cuenta el periódico. Y pensando que si bien su padre tiene cura, a Cuba no hay quien la salve. Ni el médico chino.
Nota: Los libros de este autor pueden ser adquiridos en la siguiente dirección: http://www.amazon.com/-/e/B003DYC1R0