LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – El desmantelamiento de la flota cubana de pesca tras el derrumbe del Muro de Berlín, arrojó a miles de marineros a tierra y los puso al pairo de la crítica situación del país. Se acabó la navegación. Lejos quedaron los puertos de Canarias, Terranova y Panamá. Circunvalar los escollos del desempleo y las promesas de un flete se convirtió en la única ruta a transitar.
Juan Orestes Amador es uno de los tantos marineros varados en tierra por la marea baja de la economía nacional. Ni un viaje de cabotaje a Nuevitas logró en los últimos 20 años.
Graduado de la Escuela Nacional de Pesca Andrés González Lines, dio su primer viaje en 1976; nada menos que a Rotterdam. Sentía el mundo a sus pies. Mujeres, bebidas, ropa, y al regreso: compras en el exclusivo Cimar Club.
Los recibimientos eran apoteósicos. Desde que su barco entraba en la bahía, los pañuelos al aire de su esposa y algunos vecinos recorrían el muro del malecón hasta el atraque en el Muelle de Luz.
“Era como si llegara un rey”, me dice sentado en un banco de la Alameda de Paula, desde donde contempla el mar. “No hay nada como ese olor”, aspira la brisa y entrecierra los ojos que apenas le sirven para ver, debido a un glaucoma que no tiene vuelta atrás.
“Repartía pacotilla a tutiplén. Un blúmer por aquí, una camisa Manhattan por allá, algún perfumito para ella, unas cuchillas Gillette para tal cual, en fin, el gran Dador”.
Pero todo acabó en 1995 para Juan. Puesto a disposición de la oficina de empleo en Centro Habana, le dieron a escoger entre albañil en las obras del puerto, agricultor, o incorporase a la campaña de erradicación del mosquito Aedes Aegypti.
Consideró que donde fue capitán no sería marinero, en alusión a que reparaba sólo cuando salía a navegar. La agricultura no tenía nada que ver con él, y aunque la fumigación tampoco, le daba más libertad.
“Ahora soy un desastre natural” -se califica. Viejo, sin un centavo en el bolsillo (gana 15 dólares al mes), viviendo en un cuartucho que no se ha derrumbado de milagro, viudo, y con una peste a productos de fumigación que ponen a rabiar. El raído uniforme gris es como una vela que surca su océano de frustraciones.
Sostiene una revista Mar y Pesca en una mano, donde aparece una foto que le impide olvidar quién fue, y aprieta entre sus piernas la moto mochila para llenar de humo las viviendas de dos barrios de La Habana en quiebra habitacional: San Isidro y San Leopoldo.
Las luces de Madrid y algunos amores perdidos en esos puertos que no volverá a recorrer, le brotan del recuerdo como una isla perdida en medio de su naufragio particular.
“Quien me vio y quien me ve, apenas me llama Juan” –dice, su voz se quiebra y se da un trago largo de ton, como si fuera su última travesía.