LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -Tras recorrer casi toda Europa, once países de África, diez de Asia y viajar por América desde New York hasta Buenos Aires, las hermanas Ana y Arancha, naturales de Oviedo, Asturias, España, decidieron aterrizar en La Habana y conocer otros lugares de la isla más grande del Caribe, donde uno de sus abuelos llegó como inmigrante y prosperó lo suficiente para enviar “los cuatro pesos mensuales a la familia” y retornar a la Península a los 28 años como un hombre de éxito.
“Cuba era para nosotras una asignatura pendiente. Al abuelo le fue muy bien acá, obtuvo algunas propiedades inmobiliarias que rentaba en la Habana Vieja y contribuyó como afiliado a los fondos de la Sociedad Asturiana. En casa tenemos montones de cartas y fotos de su estancia insular, pero esto ha cambiado mucho y la realidad contradice los recuerdos que nos acompañaban”.
Como en apenas tres semanas es casi imposible “mirar la isla”, las hermanas –de 60 y 63 años- se armaron de mapas y, acompañadas por una amiga de Valencia que ha venido cinco veces, reajustaron su hoja de ruta a La Habana, el Valle de Viñales en Pinar del Río, el balneario de Varadero en la provincia de Matanzas y la pequeña ciudad colonial de Trinidad al centro sur. Santiago de Cuba quedó para otra vuelta invernal.
Luego de deambular por varias plazas, parques y museos del Casco Histórico, las turistas españolas recorrieron en “coches viejos” –los llamados “almendrones”, de más de medio siglo- las calles Malecón, Línea, 23 y otras zonas del Vedado, “lo más moderno pero detenido en los años cincuenta”.
A Ana le impresionó, más que la arquitectura habanera, la exuberancia natural del Valle de Viñales y la transparencia de las aguas de Varadero, aunque cree que los servicios ofrecidos por los empleados del Hotel Allegro, ocupado por italianos, son una mezcla de la gracia de los cubanos y el espíritu farrullero de los italianos, cuya gritería suele caer bien a los guías de los bus, quienes opinan que solo los turistas españoles “se quejan”.
Arancha, por su parte, quedó impresionada por “la suciedad de las calles malolientes de La Habana, el estado ruinoso y contaminante de los coches, más apropiados para poblar un cementerio de autos que para transportar ciudadanos de un extremo a otro de la capital”, lo cual le sorprendió porque “contradice las declaraciones de las autoridades cubanas en torno al medio ambiente y el calentamiento global”.
A la amiga de ambas, cautivada por el azul del cielo, la suavidad del invierno tropical y la belleza de las palmeras y cocoteros de Cuba, una vez más le enervó “el bullicio de la ciudad y la indolencia de los sobrevivientes de esta ínsula, atrapados bajo una dictadura eterna y sin sentido, que aburre hasta el mismísimo Dios”.