LA HABANA, Cuba, septiembre (173.203.82.38) – En 2008, seis años después de conocerse a través del último Censo de Población y Vivienda que más del 40,8 por ciento de los pobladores de la capital habanera eran inmigrantes del resto del país, el gobierno expulsó de la capital a más de veinte mil “ilegales”. Hoy, según cálculos extraoficiales, se sabe que la inmigración rural es mucho mayor en La Habana.
María es una campesina casi octogenaria. Nació y vivió donde murió nuestro Apóstol José Martí, en Dos Ríos, poblado perteneciente al municipio Jiguaní, provincia Granma. Su historia es igual a la de esos cientos de miles de inmigrantes del interior de la isla que han preferido vivir en La Habana a como dé lugar, antes de morir de tristeza y miseria en olvidados pueblos de campo, que no prosperan.
Ella recuerda como era aquella zona agreste en los años cincuenta, y dice que ni en las casas más pobres faltaba la leche, el boniato, la harina de maíz y el puerquito suelto en el patio, sin que existiera el temor de que alguien pudiera robárselo de madrugada. De muy joven trabajó en una plantación de algodón, que desapareció con la revolución.
En Dos Ríos, me cuenta María, a pesar de los años transcurridos, nada ha mejorado con la revolución. Las viviendas construidas en dos barrios convertidos en comunidades, con sus dos consultorios médicos, una farmacia y tres escuelas, no ofrecen ningún desarrollo a la zona. Muy poco o casi nada para medio siglo, durante el cual las familias se multiplicaron.
María dice:
-La gente está disgustada porque sabe que no hay esperanza alguna de un futuro mejor. Una de las cosas que más golpea a los pobladores de Dos Ríos es la necesidad de viviendas, transporte y trabajos que paguen bien. Allí el transporte es privado y peligroso, porque se trata de inventos que la gente ha hecho para trasladar grupos de personas, sin seguridad alguna. El gobierno no ofrece ningún medio de transporte.
Decir que todo está abandonado no es exageración. Por ejemplo, en el río de la zona, que lleva el mismo nombre, donde de niños nos bañábamos y disfrutábamos de sus aguas limpias y transparentes, se acumulan los residuales de unidades porcinas de los municipios santiagueros”.
Muchos de sus pobladores quieren irse de allí. Es un lugar triste. Muy triste. El monumento del Apóstol es lo único que recibe atención. En sus áreas verdes trabajan los jardineros y se cuidan los árboles de los alrededores, aunque sólo reciba visitas de Pascuas a San Juan. Pero el resto, aunque parezca mentira, permanece igual, como si el tiempo se hubiera detenido en los años sesenta. Tuve la suerte de venir a vivir a la casa de uno de mis hijos, en El Bajo de Santa Fe, cerca de la capital. Llevo tres años con él y todavía ni siquiera tenemos libreta de abastecimiento, contador de la luz y el agua. Somos casi ilegales. Aún así me siento mejor después de haber abandonado Dos Ríos, y hasta me hago la idea de que he mejorado de vida. ¡Por lo menos ya vivo en La Habana!