LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Bajo el cruel mediodía de un sábado, dos equipos disputaban la gloria. No hay razas, tamaños u otras pequeñas formalidades que limiten la arena de los gladiadores. Los equipos infantiles de los municipios habaneros 10 de Octubre y Marianao se medían con entusiasmo. Cada carrera era una apoteosis y cada error un drama, que subía y bajaba con el público, sanguínea y sentimentalmente unido a los pequeños peloteros.
El viejo y útil Parque Butari, anclado en el popular barrio de Lawton, era la plaza del desafío. Construido a mediados de la década de los cincuenta, de manera sencilla y sólida, se mantiene como uno de los terrenos de béisbol para jóvenes y adolescentes más importantes de La Habana, rodeado por las ruinas de lo que fueron las hermosas casas del barrio alto.
En esos juegos puede descansar el porvenir económico de la familia. Estoy sembrando un millonario, decía un negro fuerte, pelado al calvo, con dientes de oro y mano de Orula, que abrazaba a su hijo de doce años, con emoción. La extraordinaria jugada del niño, en tercera base, que dejaba al campo a los arqueros de Marianao, no fue sólo una justificación para mostrar el amor paterno.
El triunfo, en los últimos años, de muchos deportistas cubanos en las Grandes Ligas del béisbol norteamericano, y los contratos millonarios obtenidos por ellos, estimula a muchos padres cubanos al desarrollo deportivo de sus hijos. Chapman, El Duque, Riquimbili, peloteros de nuestras series nacionales que triunfaron en la Gran Carpa, luego de la caída del Muro de Berlín, son aquí paradigmas de niños y adolescentes, aunque el diario oficial Granma, o los noticiarios de televisión, omitan sus logros.
A los juegos va la familia en pleno de cada jugador. Padres, hermanos, tíos y abuelas, sumando a los amigos de la escuela. Algunos parientes con dominio del béisbol observan atentamente a los pupilos y les aconsejan o estimulan según actúen bien o mal. Otros confunden el entusiasmo y la alegría. Lo llenan de alcohol (consumo tan ajeno al deporte infantil), o con actitud violenta, maldiciones y hasta ataques verbales al árbitro.
Detrás de la “lomita”, un negro alto y serio, con aspecto de descendiente de algún rey mandinga, imparte justicia y conocimientos a diestra y siniestra. Canta un strike o le señala una incorrección a uno de los coach para que mejore los lanzamientos el novel pitcher. Domina el juego, la técnica y hasta el sentido humano y pedagógico de su función.
Hay demasiada violencia verbal sobre los jugadores, entrenadores y sobre el público en general. Los gritos son constantes, y no faltan obscenidades impensables. No obstante, nadie se perturba. El juego continúa. Es la pasión nacional. Y ahora con nuevos incentivos.