En Cuba, apenas evocamos el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, ocurrido el 12 de octubre de 1492, y su llegada a nuestras costas el 24, como si la conquista y colonización por España fuera una cuenta pendiente y no un hecho del pasado de trascendencia histórica y cultural. Oficialmente se festeja el inicio de la gesta independentista -10 de octubre de 1868- y la entrada de los patriotas a Bayamo, el 20 del mismo mes y año, como Día de la Cultura Nacional.
Tan belicosa percepción distorsiona el legado cultural del país, lastrado por el burocratismo de estado, la ideologización política y la creación de un sistema de estrellas supeditado a la red de monopolios que controlan la producción artística y literaria.
En la cultura que precede al desestructurador proceso revolucionario de 1959 incidieron el rediseño de las relaciones con los Estados Unidos a partir de 1902, y las oleadas migratorias de españoles y caribeños que vinieron en busca de trabajo e impulsaron la producción y el comercio de la isla, convertida en una de las naciones más prósperas del continente.
A mediados del siglo XX Cuba enfrentaba cambios socioeconómicos que ponían en quiebra los valores tradicionales. Avanzaba la denominada cultura de masas, basada en la expansión de la radio, la TV, el cine, la enseñanza y los medios de comunicación. La arquitectura urbana fue impulsada por entidades públicas y privadas, principalmente en La Habana y Varadero, sedes de inversiones turísticas, donde el sector hotelero e inmobiliario marchaba a la cabeza, lo cual generaba empleos y alternativas colaterales.
Con los cambios sociopolíticos se interrumpió el avance espontáneo de las manifestaciones de la cultura. La filiación al modelo socialista de Europa del Este dio paso al sistema de entidades oficiales que monopolizan las esferas de la creación artística. El Instituto Cubano del Libro, el Centro Nacional de la Música, el Instituto de Arte e Industria Cinematográfica, el Consejo de las Artes Escénicas, el Instituto de la Radio y la Televisión, el Centro de Artes Plásticas y Diseño y agrupaciones como el Ballet Nacional, Danza Contemporánea o el Conjunto Folklórico dirigen la producción artística en función de intereses políticos y gubernamentales.
El ICAIC, fundado en marzo de 1959, ejemplifica el control ideológico sobre la cultura. Su fundador, Alfredo Guevara, devino castrador del intelecto creativo de los cineastas cubanos. Este personaje fue esencial en la larga película de la tiranía, en cuyo polémico camino impuso el estatismo y excluyó a los críticos del Nuevo Cine, dentro del cual sobrevivieron Gutiérrez Alea, Humberto Solás y otros.
La burocratización supeditó a los creadores a la red de centros estatales. Los funcionarios dictaron normas, instituyeron la censura y acentuaron la sumisión a través del sistema de premios, ediciones de libros, grabaciones de discos y viajes al exterior, lo cual favoreció el oportunismo y desató persecuciones y éxodos de quienes desafiaron los cánones del poder. En ese contexto, la filiación a la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) o a la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), devino garantía, pues los artistas y literatos son despojados de personalidad jurídica y atados al esquema.
Del coloquialismo poético pasamos a la poesía bajo consigna, la narrativa de la violencia, el realismo socialista y la grisura escritural de quienes mitificaron al Líder y a su legión de “héroes”. Hubo purgas, epifanías, comercio de alabanzas y hasta un Movimiento Nacional de la Nueva Trova para negar la tradición trovadoresca iniciada por Pepe Sánchez en el siglo XIX y continuada por Sindo Garay y Miguel Matamoros.
Hubo que marcharse o bailar en torno a las normas y los preceptos del Líder y su Partido, al menos hasta 1990, momento de quiebra por la caída del bloque soviético, cuando la carencia de recursos económicos aceleró la crisis de las instituciones monopolistas y el éxodo de artistas hacia otras naciones.
Tal vez lo mejor de la cultura oficial sea el sistema de enseñanza artística, pues favoreció la formación de instructores y triplicó las escuelas de artes. La promoción de la cultura comunitaria y los festivales de aficionados estimularon el surgimiento de casas de cultura, museos, galerías y bibliotecas municipales, instalados en viejos cines, liceos clausurados y nuevas locaciones.
La imposición de reglas y reverencias al poder sometió a músicos y actores, bailarines y artistas plásticos, escritores y periodistas. La dependencia se acentúa en los medios de comunicación y en las instituciones provinciales y comunitarias, supeditadas además a los órganos locales de gobiernos.
Al someter a la intelectualidad a las reglas del poder mediante castigos y recompensas que estimulan el oportunismo y envilecen a los privilegiados, se creó un mercado de prebendas en base a dogmas y filiaciones.
El rejuego se extiende a los nuevos soportes tecnológicos y a las cuotas de poder asignadas a la Unión Nacional de Artistas y Escritores y Cuba, cuyas filiales condicionan la viabilidad de proyectos, ediciones y viajes al extranjero, sin mucha sutileza.
A pesar del tiempo, del éxodo de creadores y de la involución del país, el régimen insiste en imponerle límites a la cultura, convirtiendo a sus élites en apéndices de la burocracia de estado. El silencio y la complicidad favorecen la supuesta unanimidad en detrimento de las diferencias y de la libertad que caracterizan las expresiones del arte.