LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Tomás tiene ochenta y dos años. Nació en Baracoa, un 6 de diciembre de 1930, y aunque hace muchos años que vive en La Habana, dice que él no vino, sino que lo trajeron. Entonces se sonríe y aclara: “Cuando yo tenía tres años, mi mamá me trajo para reunirnos con mi padre, que regresaba de Santo Domingo, donde estuvo exiliado por sus luchas contra Machado.”
La familia se instaló en Santos Suárez. Allí transcurrió la vida de Tomás. Estudió, se hizo abogado, se casó y tuvo dos hijos. Más tarde, cuando la esposa decidió reunirse con sus padres en Estados Unidos, él no quiso abandonar a los suyos, aunque no le puso obstáculos para llevarse a los muchachos.
Hoy Tomás se ha quedado solo, casi ciego por la diabetes, con una exigua pensión de abogado que apenas le alcanza para sus necesidades vitales. Es por eso que cuando un amigo le pidió que alojara en su casa a Pastora, una camagüeyana que vino para La Habana en busca de mejores horizontes, el anciano aceptó.
Tomás se sentía feliz con su nueva inquilina. Decía que se ocupaba de todos los gastos, lo atendía muy bien, y aunque trabajaba como artesana, la chica siempre encontraba tiempo para llevarlo al médico. Cuando hablaba de ella, decía que era como una hija.
Así pasaba el tiempo y la joven seguía atendiendo al anciano, siempre esperando que la inscribiera en el registro de direcciones y en la libreta de la comida, y que le hiciera un testamento a su favor. Pastora llevaba dos años viviendo con Tomás cuando éste un buen día le dijo que con la nueva ley de la vivienda podía hacerle un testamento a su hijo menor, que vivía en España, para que tuviera una casa propia si algún día decidía regresar a Cuba.
Ese mismo día, Pastora recogió sus cosas y regresó a Camagüey. Hoy está intentando vender la casa de sus padres para comprar algo en La Habana.
Pero este no es un caso aislado. Existen muchos ancianos solos como Tomás, acechados por personas que no tienen donde vivir, dispuestos a atenderlos no precisamente por humanidad o por amor.