LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) – El título proletario de mayor relevancia que se otorga en el país es el de militante del Partido Comunista de Cuba (PCC). Los demás son atributos desechables como cuadro, asesor y otras pulgas del perro inmovilismo que nos muerde desde hace medio siglo.
En escala inferior, y pese a sonoras rimbombancias que sólo causan risa, se encuentran los de: millonarios en el corte de caña, héroes del trabajo socialista, y presidentes de una cooperativa o un comité de defensa de la revolución.
Adelina Barrero perteneció al más rancio linaje revolucionario. Fundadora de cada perendengue que llenó las calles de consignas, ostenta cuanto título de lata o cartón se otorgara por sobresalir en una obra de choque comunista.
Ningún mérito falto en el álbum que avala su carrera. Vanguardia en la trilla de café, destacada en el trabajo voluntario, premio al decoro por denunciar a varios trabajadores que robaban productos de la empresa, Adelina Barrero sobrepasó los 52 años cargada de condecoraciones, aunque a media máquina.
El corazón le falló de tantos esfuerzos revolucionarios. Un marcapaso le impuso un ritmo de ragtime a su vertiginosa vida de federada, cederista, trabajadora y militante del partido. También al de ama de casa.
Pero la mayor sorpresa en su amplia trayectoria por los despeñaderos del socialismo, fue la notificación de que sería cesanteada. O mejor dicho, redimensionada, término que al final significa lo mismo: ir para la calle.
Y ahí fue cuando comenzó a mirar con otros ojos la colección de cacharrería revolucionaria. Se dio cuenta que sólo le serviría de lastre para despejar la casa. Los diplomas de cuadro destacado no le dieron el aval necesario para conservar su puesto de trabajo.
Tampoco le sirvieron el reconocimiento por más de 25 años en el sector, ni las medallas al esfuerzo decisivo, y otros actos patrióticos que la elevaron a la cima del castillo de arena revolucionario.
Sólo el carné del partido comunista le queda de su estirpe de avanzada. Pero está segura de que con ese cartón no se le abrirán las puertas del escenario competitivo en que se mueven las ofertas laborales en el país.
La crisis devaluó su linaje. En la nueva nobleza proletaria integrada por dueños de paladares, empresarios de rositas de maíz, tamaleros, barberos unisex, y quienes rentan viviendas para extranjeros, entre otros, Adelina no puede competir.
A punto de la jubilación, vuelve a los inicios de su empleo: contar latas, pegar etiquetas, barrer oficinas, o sentarse detrás de un buró a desinformar el rumbo que tomó el nuevo director de la fábrica de conservas Doña Conchita. Eso, si al final no la expulsan de una empresa a la que dedicó su vida laboral, y hoy como premio de consuelo le ofrece la reubicación o la cesantía, y un estímulo moral por trabajar con un marcapaso.