LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -Probablemente Leonardo Padura estaba seguro de que las palabras que escribió para leer en la entrega del Premio Nacional de Literatura 2012, hace unos días, en la Feria Internacional del Libro, no tendrían mucho eco en los medios de comunicación cubanos. Es posible incluso que haya supuesto la circunstancia de que, por lo que dice en ese texto, esos medios hayan evitado reproducir una sola palabra de su alocución. De cualquier manera, para asombro de muchos y encogimiento de hombros de los que lo esperaban, esto último fue lo que ocurrió.
En la televisión apareció una brevísima toma del escritor recogiendo el diploma y de ahí se pasó, con la mayor naturalidad, a acontecimientos culturales de mucha menor relevancia a los que se les brindó, por supuesto, mayor espacio. En los demás medios de difusión ocurrió lo mismo. No se citaron las palabras del escritor que recibía el más alto reconocimiento que la cultura cubana otorga a un literato y que, además, fue entregado para satisfacción de la inmensa mayoría de quienes opinaron sobre este asunto, dentro y fuera de Cuba.
En su lectura, Padura citó el mensaje que le había enviado su amigo Abilio Estévez, escritor cubano que reside en Barcelona, y donde le decía: “Para ser justos, con este premio no te han dado el lugar que mereces, ha sido el premio el que se ha justificado a sí mismo. Nadie como tú para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro. Y esa es la clave de todo”.
También confesaba el novelista y periodista: “Si desde la incultura sideral que acompañaba a aquel pelotero frustrado de Mantilla que escribió un cuento lleno de signos de admiración, he podido lograr algo, se debe, esencialmente, a un empecinamiento que llegó a convertirse en una necesidad vital. El proceso de aprendizaje fue arduo, pletórico de escollos, marcado por muchísimos sacrificios, pero siempre acompañado por la certeza de que con un nuevo intento, con más trabajo, con más lecturas, con más sudor las cosas podían ir saliendo mejor”.
Agradeciendo a las muchas personas e instituciones que lo han apoyado a lo largo de su carrera, dijo haber contado siempre con el apoyo incondicional de Ediciones Unión, su editorial cubana, “gracias a la cual, sin poner nunca reparos, todos mis libros han circulado en Cuba”. Se refirió además a sus años de trabajo en la revista Caimán Barbudo —publicación que consideró renacida “de las cenizas del decenio gris” y donde “a principios de la década de 1980, luchando contra adversarios más encarnizados que los molinos de viento, convertimos en evidencia de que una nueva generación de artistas se proponía hacer algo diferente en la cultura cubana”—, en el diario Juventud Rebelde —“donde se suponía sería reeducado y, en verdad, lo fui, pero como periodista capaz de participar en un empeño que dejaría una muesca perdurable en la chata prensa cubana de estos últimos decenios”— y en La Gaceta de Cuba —donde “trabajamos para adecuarla a los tiempos que corrían y llegar a convertirla en la publicación cultural de referencia en aquellos años oscuros y sudados del Período Especial”.
Cuenta también de su encuentro en un bar de Nueva York con Mario Bauzá, padre del latin jazz, que llevaba sesenta años sin volver a Cuba y le habló de uno de los componentes más lamentables de la espiritualidad cubana: “la incapacidad que acompaña a muchos de nosotros para tolerar el éxito ajeno, más si es un contemporáneo, peor si es otro cubano”. Y se queja Padura de haber podido comprobar en carne propia “que más duro se les hace a algunos admitir ese éxito si el personaje en cuestión no pertenece a capillas, ni comparte militancias partidistas o grupales, si el éxito es el resultado del trabajo cotidiano y no de los favores compartidos”. Añade que, a lo largo de todos estos años, y cada vez con más conciencia e insistencia, ha tratado de ser “un hombre todo lo libre e independiente que puede ser una persona en un mundo y en una sociedad como estos en que vivimos. He tratado de decir con sinceridad lo que pienso, dentro de Cuba y fuera de la isla”, y asegura haberse mantenido fiel a sus amigos, dentro y fuera del país, reconociendo haber sufrido miedos, pero sin haberse dejado vencer por ellos “a través de la simple fórmula de enfrentarlos”.
Por otra parte, asegura en su discurso que nunca “me he dedicado a atacar a nadie, menos por sus opiniones políticas, pues creo que todas son respetables mientras no agredan o limiten el derecho y la dignidad de los demás”, que “he escrito los libros que he querido, que he creído que podía y debía escribir y, desde la literatura, he dicho en ellos, sobre la realidad, la historia, la cultura, los hombres y hasta sobre las mujeres, lo que mi capacidad y entendimiento me han permitido decir, superando muchas veces mis dudas y temores, que no han sido pocos”. Todo ello, según dice, y aunque lo ha hecho de buen grado, ha traído por consecuencia tener que pagar un precio: “Los cainitas que nos acompañan en este tiempo vital han hecho lo posible por disminuirme, por callarme, por ignorarme, a veces menospreciando mi trabajo, incluso convirtiendo la política en un arma de doble filo que me lanzaba —y me lanza— estocadas desde un lado, desde el otro, desde arriba, desde abajo”.
Para concluir, declara que “lucharé por continuar siendo el mismo, por pensar con mi cabeza, por ser cada día un poco más libre, mientras escribo Herejes, una novela sobre los riesgos de asumir la libertad, en otros tiempos históricos y también en este tiempo presente, el de los días de mi vida”.
Por supuesto que la prensa de este país no iba a publicar un discurso tan poco ortodoxo, tan “desmedido” para los cánones intelectuales de la política cultural cubana, tan pasado de la raya de lo que se les permite decir a los que tienen el decir por oficio; pero seguramente habrá recibido muchos apretones de manos y palmaditas en el hombro de algunos miembros de esa hipocritocracia que acude, para salir en cámaras, a cuanto evento letrado se inventa.
Hablando de ese galardón, ya el mismo Leonardo Padura había dicho que siempre el Premio Nacional de Literatura se le había conferido a escritores de generaciones anteriores a la suya y que, de hecho, él era el primero de los nacidos después del año 50 en recibirlo. Y, claro, eso ha resultado novedoso, pero más asombroso ha sido el hecho de que lo haya recibido cuando en realidad no es un intelectual “cómodo” para el régimen, aunque muchos lo acusan de no denunciarlo directamente, de nadar entre dos aguas, de dejar que el gobierno utilice su imagen como una falsa señal de apertura y hasta de ser un cómplice más de la dictadura.
De cualquier manera, parece evidente que la “libertad” y la “honestidad” a las que se refiere Padura cuando habla de su propia persona, se encuentran delante de dos formidables desafíos: por un lado, el del medio cultural y político en el que él pretende ejercer esos atributos, que es totalitario y autocrático, en el sentido cabal de esos términos, y donde la libertad está severamente restringida desde la élite gobernante para abajo, pasando por la clase intelectual, que debe jugar con mucha cautela para no infringir las reglas explícitas o implícitas, y, por otro lado, está el desafío de los límites y las condiciones que él mismo, como cualquier persona, se pone a la hora de exponer lo que piensa.
En una entrevista que le concedió hace unos años a Mauricio Vicent, antiguo corresponsal de El País en Cuba, Padura hablaba de que “la gente ha luchado mucho, se ha sacrificado mucho como para que al final todos vayamos a morir en la orilla”. Y el periodista consideraba que su compromiso era con los cubanos con menos suerte y que el escritor continúa creyendo “que sigue siendo necesaria la utopía, pero una nueva utopía que no cometa los errores del pasado: el principal, la falta de democracia”.
En otra entrevista concedida a la revista digital alternativa Consenso aseguraba que no le interesaba aparecer como más valiente que nadie, “que me meto con todo y que al final ese libro no se publique en Cuba”. Y citaba el caso de Jesús Díaz, que “escribió en Cuba una novela sobre un hombre que quería entrar en el Partido y fuera de Cuba escribió otra contra los militantes del Partido. Eso es lo que yo no quisiera que ocurriera con mis novelas”. En fin, según su opinión, resulta “muy difícil quedar bien con Dios y con el Diablo”. Continúa en la entrevista aludiendo a su conocida opinión crítica sobre numerosos problemas de la realidad del país, pero recalca que “también tengo muchas opiniones favorables sobre otras cosas de esa misma realidad. Creo que hay cosas que han ocurrido en estos años que han sido beneficiosas para la sociedad y para el conjunto de la población, pero no dejo de tener opiniones críticas con respecto a otros fenómenos”.
Sin embargo, se niega a considerarse a sí mismo como un “escritor tolerado” por el gobierno, porque él se percibe a sí mismo de otra manera: “Me he creado un espacio, primero con algo que es fundamental en este sentido: la consecuencia”. Sí, ha sido muy consecuente con lo que ha dicho. Ha hablado también de su teoría de los goles: cómo hay que “jugar” para poder anotar un tanto en lo que el periodista Luis Cino llama “la cancha de los comisarios”. Y algunas de esas “jugadas” —opiniones que ha expresado aparte de su obra literaria, que se supone el “gol”— han sido muy criticadas, como cuando, tratando sobre el tema de las relaciones culturales entre los cubanos del país y del exterior, insiste en una “intolerancia” y un “fundamentalismo” por ambas partes, lo que equivaldría a una comparación demasiado desequilibrada entre ambos campos. O como cuando defendió en la Universidad de Harvard al Cardenal Jaime Ortega y lo definió como una víctima inocente atrapada en “el fuego cruzado de los extremistas”.
Haroldo Dilla decía en un artículo en el que se refería a su postura en este último caso: “Solo le pediría que no sea indolente. Tal y como el mismo Padura definía indolencia en uno de sus excelentes ensayos: como «insensibilidad de un individuo hacia la suerte de los otros», como «imposibilidad de sentir dolor por el destino de los demás».
Hemos visto cómo en su novela El hombre que amaba a los perros y en muchas entrevistas, Padura condena, porque ya los conoció y los investigó, los horrores del estalinismo, de los gulags, de las muertes por decreto en el socialismo soviético. Y resulta procedente que el lector se pregunte: ¿Y cuándo condenará los grandes horrores del neoestalinismo cubano, del fidelismo, más allá de los trillados —que no triviales, claro— temas de la homofobia, la pobreza, la ineficiencia estatal? ¿Cuando los conozca y los investigue? Bueno, quizás eso vendrá en futuras novelas suyas. Nadie tiene el derecho de exigirle cuáles temas ha de tratar en su literatura, pero sus lectores también tenemos el derecho a desearlos.
Y por supuesto que uno no puede evitar desear que los recursos intelectuales de Leonardo Padura afinaran más en el blanco de los males que padecemos, que alcanzaran más definición a la hora de hablar de nuestros problemas, que hicieran una denuncia directa de la violación masiva de los derechos humanos en el país, como mismo uno pudiera desear que se aliviara del peso de cierto romanticismo utópico que casi pareciera que se obliga a cargar para no perder algunas ilusiones, que no pareciera tan confiado de las instituciones cubanas, empezando por el Ministerio de Cultura, y de algunas “grandes” figuras de nuestra cultura que, bajo una apariencia de cierto criticismo, son siervos del mal que dicen combatir. Uno pudiera pretender cualquier cosa de él. Pero todo eso es impertinente, porque precisamente se estaría queriendo cambiar lo que él es, que se supone que es lo que él desea ser. Es cierto que las personas no son lo que quieren ser, sino lo que pueden ser, pero lo que uno quiere ser siempre aparece, o debe aparecer, de alguna manera en la imagen de lo que uno ha podido ser.
De cualquier manera, se sabe que Padura no es, ni tiene que serlo, un opositor frontal al gobierno, sino alguien que aspira a reformas paulatinas que lleven a un mejor “socialismo”. Es su derecho. Por otra parte, con él nos encontramos ante uno de los intelectuales más consecuentes en un medio cultural donde eso está lejos de ser lo que pretenden para sí la mayor parte de los intelectuales. Tal cosa, claro está, no tiene por qué ser una virtud tan especial, y, además, los que lo consideran que nada entre dos aguas o que, incluso, es un farsante en el fondo, no han recibido tal vez suficientes pruebas de que están equivocados, porque ya el mismo escritor dice que es “muy difícil quedar bien con Dios y con el Diablo”, y, a la verdad, quien pretende tan arriesgada jugada para conseguir su propósito, está abocado siempre al fracaso.
Ojalá Antonio José Ponte no tuviera ninguna razón cuando dice de esos intelectuales cubanos que “hablan desde el centro de un mundo del cual uno puede alejarse, pero al que tiene que volver si de veras desea alcanzar cumplimiento”. Se comprende bien a lo que se refiere. Sin embargo, la historia de la literatura está llena de casos muchísimo más extremos que los de Leonardo Padura y, al final, aunque los hechos y los decires no son para nada desechables, a los escritores se les juzga principalmente —y así debe ser— por lo que han escrito. Su obra es el sujeto y lo demás, nos guste o no, es predicado, incluso el mismo autor.