LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – Lo mejor que tienen los cantautores, es que cada cual lee sus textos a su modo y conveniencia. Pasa con todos, con Dylan, Silvio o Leonard Cohen. También con Joan Manuel Serrat.
Recientemente leí en el periódico Juventud Rebelde, del martes 8 de febrero, un artículo del periodista Luis Raúl Vázquez Muñoz, para el cual tomó el título de una vieja canción de Serrat: La aristocracia del barrio.
Vázquez Muñoz aprovecha la canción para derivar sobre el tema de los nuevos ricos surgidos en Cuba a partir de las concesiones al mercado -y en cierta forma al sentido común- que el más básico instinto de supervivencia ha dictado a los mandarines verde olivo en las dos últimas décadas.
La canción de marras es traída por los pelos por el periodista. En ella, Serrat no se refiere a “los nuevos burgueses surgidos en España después del franquismo”, como afirma Vázquez Muñoz, sino a otras yerbas. Cuando se grabó en 1975 el disco Para piel de manzana, al que pertenece la canción, la dictadura franquista aun no había terminado: desde su lecho de muerte, el Generalísimo gobernaba como podía y hasta mandaba a fusilar.
No acabo de entender bien el encarnizamiento de la prensa oficial contra los nuevos ricos de la Cuba de ahora mismo. Es cierto que se caracterizan por la arrogancia, la vanidad y la ostentación, pero comparten esas características con la elite gobernante, tan falta de clase como ellos, con un mal gusto proverbial, pero mucho más deshonesta, abusiva y egoísta.
¿Puede alguien probar que sus lujos y prebendas son ajenos al pillaje, la ilegalidad y a la doble –y hasta triple- moral o absoluta falta de ella?
Por acá conocemos bien y sufrimos a diario a la nueva clase que decía Milovan Djilas, esa fauna omnipotente, por encima del bien y el mal -según son entendidos en el reino castrista. Los “compañeros” que se caen para arriba y siempre flotan mientras no choquen contra ciertos intereses y conveniencias con los que no deben nunca chocar. Aun así, cuando caen en desgracia, si sus faltas no fueron tan graves como para merecer el truene definitivo, les reservan pijamas y dietas especiales en el discreto refugio de sus encantadoras residencias con todo y para el bien de ellos, que no en vano sirvieron fielmente a los Jefes durante tantos años.
Mucho más insultantes que las gruesas cadenas de oro de los pobres diablos que se las arreglan para acumular billetes con su tráfico de pacotilla y sus vendutas de mala muerte, son los privilegios a costa nuestra de los bonzos comunistas, los hijitos de papá, sus cortesanas y bufones.
Sólo hay que dar una vuelta por Miramar y los barrios exclusivos un poco más allá, para ver sus mansiones con jardines y criados. Para sentir con cuanto desprecio observan desde el volante de sus raudos carros nuestras miserables existencias, como de cucarachas.
Pero de eso no hablan ni los más osados periodistas de la prensa oficial. Se refieren a una demasiada abstracta lucha contra la corrupción y la burocracia, sin rostros ni apellidos, pero nadie se mete con la meritocracia revolucionaria. Es como si no admitiera discusión alguna su derecho, casi divino, a todo lo que tienen y mucho más.
Idealismo aparte, no comprendo el dolor tartufo de algunos periodistas oficiales por la ostentación y el mal gusto de los llamados macetas, los que hay y los que vendrán, porque con la actualización del modelo económico socialista, pese a los impuestos leoninos y los inspectores chantajistas, brotarán más nuevos ricos y puede que hasta cacen ratones.
Por mi parte, a los aristócratas del barrio, mientras no chivateen, estoy dispuesto a perdonarles que no me saluden “porque los perjudico”. Es más, les perdono también sus trallas auríferas y el reguetón a todo volumen. Que vivan sus vidas según el guión rosa o fosforescente de las novelas de Univisión o, sencillamente, como les dé la gana. ¿Por qué sufrir con lo que ellos gozan? Ojala no les cierren el negocito ni les quiten las antenas. Los otros aristócratas, los de las zonas congeladas, esos me molestan más.