LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Ayer leí en Cubanet un excelente artículo de David Canela Piña. Bajo el título de “Diálogo intelectual”, el colega, con profundidad y elocuencia admirables, hace una disección de los torcidos modos de razonar que emplean los llamados “hombres de pensamiento progresistas”. De paso, también ilumina con lucidez algunas facetas de la neo-lengua castrista.
Pero hay en ese magnífico trabajo un planteamiento del que discrepo. Me refiero al pasaje en que Canela afirma: “Los intelectuales deben ser un modelo de civismo”. Aclaro que esa aspiración no es exclusiva del referido comunicador. Se trata de un concepto bien extendido, y quienes lo sustentan se basan en los supuestos precedentes sentados por otros pensadores. Debo confesar que es probable que, años atrás, yo hubiese coincidido con la mayoría que así piensa.
No puedo hacerlo ahora, tras leer un libro fabuloso en el que se estudia desde el punto de vista histórico ese sector de la sociedad, y se hace una disección del mito que quiere convertir a esos seres en “la conciencia viva de la Humanidad”. Se trata de Intelectuales, obra del gran periodista y escritor británico Paul Johnson, cuya lectura recomiendo con entusiasmo.
En ese texto, el autor nos lleva a recorrer junto con él la larga lista de hombres de ideas, que comienza con Juan Jacobo Rousseau, de quien recoge la calificación que hiciera de él su mujer: “un loco interesante”. Johnson analiza los desvaríos del famoso ginebrino, sus rencillas con todos aquellos con quienes entraba en contacto, las tácticas empleadas por él para esquilmar al prójimo, así como pormenores de su vida personal.
Resulta especialmente sobrecogedora la práctica del personaje, que, pese a contar con buenos ingresos, entregó a sus cinco hijos recién nacidos a orfelinatos, que en aquellos tiempos eran verdaderos campos de exterminio. ¡Y fue de este miserable desequilibrado de quien un gigante de la filosofía como Emmanuel Kant dijo que “su alma tenía una sensibilidad de una perfección inigualada” y al que George Sand llamó “San Rousseau”!
A través de los diferentes capítulos de su obra, Johnson nos va describiendo cuáles eran las verdaderas credenciales de individuos a quienes, en una u otra época, se les ha reconocido una hipotética capacidad para aconsejar al mundo sobre cómo conducir sus asuntos. Por sus páginas desfilan Ibsen, Tolstoi, Hemingway, Brecht, Bertrand Russell, Sartre y algunos más. Por supuesto que un artículo periodístico como éste —por fuerza breve— no es el medio adecuado para hacer una reseña de ese libro seminal.
Pero no puedo resistir la tentación de referirme a uno más de los perniciosos personajes analizados. Al igual que el mismo Juan Jacobo en su tiempo, este otro se ha convertido en un icono de “las fuerzas progresistas”. Importantes sectores de la izquierda mundial profesan aún sus teorías malsanas, pese a que su monumental extravío ha sido demostrado de sobra por los testarudos hechos. Me refiero a Carlos Marx.
Este intelectual goza del triste privilegio de haber propiciado el surgimiento de algunos de los más dañinos totalitarios del siglo XX. Basta mencionar algunos nombres: los alias Lenin, Trotski y Stalin, Mao Dze-dong, Boleslaw Bierut, Matías Rakosy, Pol Pot, los miembros de la dinastía Kim en Corea, Fidel Castro…
Johnson describe la obra de Marx, quien catalogaba lo “científico” como la cumbre del pensamiento humano, pero resalta que, a diferencia de los verdaderos estudiosos, no le interesaba encontrar la verdad, sino proclamarla. Concluye al respecto con una paradoja inesperada: “En todo lo que interesa fue anticientífico”.
El brillante autor de Intelectuales hace un inventario de las frases atribuidas al hijo de Tréveris que, en realidad, fueron creadas por otros: “Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas”, “La religión es el opio de los pueblos”, “De cada uno según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”, “¡Trabajadores del mundo, uníos!”, “La dictadura del proletariado”.
Johnson señala las contradicciones de Marx, apóstol de los obreros que jamás pisó una fábrica. Su voluntarismo, la falta de rigor científico, las distorsiones groseras de la verdad, su egolatría. La explotación a la que sometió a quienes más cercanos le eran, incluyendo a Federico Engels y a su criada. Su desprecio a los que ganaban el pan —o alguna vez lo habían hecho— con el sudor de su frente, y la manera en que los marginaba de las actividades políticas. El antisemitismo que profesaba —¡pese a ser él mismo judío!— y el racismo que demostró (entre otros, a su yerno cubano Pablo Lafargue).
Ciertamente, después de leer Intelectuales, uno se convence de que la pretensión de encontrar entre esos hombres de pensamiento a las “conciencias vivas de la Humanidad” es una quimera. En el caso específico de Cuba, creo que confiar en el civismo de esa capa social que medra bajo el castrismo, es una ilusión. Ojalá surja alguno, pero sería la clásica excepción que confirme la regla.