SANTA FE, Cuba, junio (173.203.82.38) – Si alguien pudiera darse gusto contando esta historia, es Ciro Bianchi Ross, ese escritor que cada semana nos deleita con una crónica de curiosísimas historias pasadas, muchas de ellas olvidadas y otras desconocidas, en el periódico dominical Juventud Rebelde.
Hace unos años escribí la anécdota para Cubanet. Mi amigo había comenzado sus labores de escritor oficialista y se había hecho famoso con sus entrevistas a José Lezama Lima.
Ocurrió un mediodía de 1972, con el sol en el mismo centro del cielo. Ciro y yo andábamos La Habana, cuando Eusebio Leal, el historiador, aún no la andaba. Ciro quería visitar nuevamente a Lezama y proponerle una entrevista, aunque -él lo sabía y Lezama también- no saldría publicada en ningún órgano de prensa oficial. El régimen había marginado ya al famoso novelista y poeta.
Era la segunda vez que Ciro me llevaba a la vieja casa de Trocadero, donde Lezama nos recibía sentado en un sillón de los años treinta, atravesado en la puerta que conducía a las habitaciones, libros regados por todas partes, un grueso tabaco entre los dedos y una fija mirada sobre nosotros, como si quisiera adivinar si Ciro y yo éramos agentes de Seguridad de Estado o verdaderos admiradores de su gran obra literaria.
En aquella segunda visita yo llevaba un libro de su poesía completa y le pedí a Lezama que me lo dedicara. Lo tomó en sus manos, lo hojeó, tomó una pluma y escribió con mucho cuidado, con su pequeña y bonita letra, algo que leí después, y que se refería a cierto camino del Tao que debía recorrer todo hombre honesto hasta morir.
Mientras continuaba la conversación, noté que Lezama se había equivocado al escribir mi segundo apellido. Creo que ingenuamente se lo dije, mientras Ciro lo observaba en silencio.
-Lezama -le dije-, usted me disculpa. La dedicatoria me gusta mucho. Yo también admiro la cultura oriental, pero usted se equivocó con mi apellido. Yo no soy Cruz, sino Castro.
Y con toda la seriedad del mundo me respondió.
-Bueno, Tania, le digo la verdad. ¡Es que ese Castro me cae tan mal!
Sorprendida, no pude articular palabra. En aquel entonces, todavía creía en los cantos de sirenas de los Castro. Ciro soltó una ruidosa carcajada.
El libro, con su genial y lezamiana dedicatoria, fue a parar a manos del escritor Alberto Batista, quien años después se exilió en Canadá.
Es fácil de suponer por qué Ciro jamás ha incluido esa simpática anécdota en su columna de Juventud Rebelde, entre tantas que ha escrito sobre Lezama.