LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Eran aproximadamente las 4 pm, del 27 de marzo, día en que el Papa Benedicto XVI viajó de Santiago de Cuba a La Habana, para oficiar una misa a la mañana siguiente. Dos inspectoras intentaban ponerle una multa a Humberto González, un joven vecino, que, junto a su esposa, embarazada, vendía un cerdo troceado en la esquina de la calzada de Managua y avenida de Las Flores, en el municipio habanero de Arroyo Naranjo.
Al percatarme del hecho, me acerqué y pregunté a las mujeres si no tenían un mínimo de justicia, ya que el cerdo había sido criado por la pareja y las ganancias de la venta eran para comprar la canastilla del futuro bebé. “Lo siento, yo cumplo con mi deber”, dijo una de las inspectoras, una rubia alta de pelo corto, entrada en los cincuenta años. Los ánimos se caldearon, y Humberto, renuente a mostrar su identificación y la licencia de vendedor ambulante, me pidió que lo ayudara a cargar la mesa y el cerdo troceado hasta su casa.
Antes pregunté a las inspectoras por qué no llevaban el uniforme, pantalón y chaqueta desmangada, azul oscuro, con la identificación en la espalda de Inspectores Estatales. La rubia alta replicó que no era necesario, porque ella gozaba de prestigio en el gremio, y además, era hija del embajador de Cuba en España.
“Eso no me dice nada, la corrupción no tiene rostro ni cargo, y en 53 años de Revolución, los mayores escándalos se han dado en las esferas administrativas y del poder político”, contesté. Inmediatamente, la “hija del embajador” sacó un teléfono móvil y dijo que había grabado toda la conversación.
“Adelante, si van a acusarnos por algo, no esperen más. ¿O será usted busca dinero y me quiere chantajear? Si es así, yo se lo puedo dar, y no se me ofenda, señora”, fueron mis últimas palabras.
Sin más intercambio de palabras, ayudé a Humberto a cargar el cerdo, la mesa y la balanza hasta su casa, a unos cincuenta metros de la calzada de Managua y la avenida de Las Flores. La “hija del embajador” y su compañera se alejaron. Aunque desde el primer momento se presentaron como tales, nunca supimos si realmente eran inspectoras.
Unas horas después, Humberto colocó la mesa y el cerdo troceado en el mismo lugar. Esta vez fue su esposa embarazada quien lo vendió, mientras él se mantuvo alerta a unos metros para no levantar sospecha.
Y una semana más tarde, supe, por el propio Humberto, que éste no tenía licencia de vendedor ambulante. No tenía sentido sacar una licencia para vender un solo cerdo, criado a base de sacrificios y con un solo propósito: comprar la canastilla de su primogénito.
Estas multas impuestas por debajo de la mesa, chantajes o estafas autorizadas, da igual el nombre, son cada vez más frecuentes y generalmente quedan impunes. La “hija del embajador” y su cómplice, que posiblemente sí eran inspectoras, hacían de las suyas, actuando por su cuenta, sin el uniforme correspondiente y chantajeando a un inocente con una supuesta grabación que tal vez nunca hicieron, para sacarle algún dinero al infeliz.