LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Desde el martes 5 de marzo, la televisión cubana se ha dedicado casi absolutamente a transmitir las exequias de Hugo Chávez. El finado más célebre del último lustro, quien ha sido también el que más tiempo estuvo en remojo antes de partir definitivamente de este mundo y cuyo estado de salud ha sufrido más manipulaciones que el de Josef Stalin y Fidel Castro, es objeto por estos días de una despedida de magnitud y magnificencia olímpicas. Un duelo con carácter extraterritorial que en Cuba ha sido extendido a todas las provincias del país, cual si se tratara de una cuestión nacional.
Y, efectivamente, de eso se trata, porque el amor que une a Nuestra América bajo los turbios nubarrones del ALBA nada tiene que ver con la sangre derramada a lo largo de una supuesta historia común ni con la lucha contra el avieso enemigo ídem del norte, sino con el petróleo que mana del Orinoco hasta las venas de nuestras exhaustas economías, la cubana en particular.
Este duelo, no obstante, constituye mucho más que el dolor auténtico de los millones de venezolanos que simpatizaban con el caudillo o la pena de ocasión de sus seguidores en el poder: es la postrera utilidad del caudal político del finado líder. Lo luctuoso con fines utilitarios. Las imágenes permanentes del llanto auténtico de la madre, del sufrimiento de sus hijos y allegados, de la marcha de cientos de miles de venezolanos y todo el morbo de la prolongada exhibición, han sido utilizados para violar la Constitución y colocar al sucesor, Nicolás, quien se verá forzado a madurar prematuramente para tratar de capitalizar –duelo mediante– el vacío de liderazgo que dejó tras de sí un presidente populista con el que se podía simpatizar o no, pero que innegablemente poseía el carisma con que se suele atrapar la adoración de las multitudes.
Nicolás Maduro, tal como se ha demostrado durante estas semanas de su gobierno en funciones, no tiene carisma ni talento. En realidad Nicolás no tiene ni la menor gracia, de manera que deberá aferrarse con todas sus fuerzas, no a Cristo, sino a su condición de heredero político de dedo –ya que su candidatura dimana de la designación del difunto Chávez (¿o quizás de orientaciones expresas de La Habana?) y no de elecciones realizadas dentro del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV)– y también aprovechará a su favor estas iconografías de dolor del pueblo, mientras permanezcan frescas en la memoria de los electores.
Justamente para reforzar la memoria popular y propiciar un uso permanente del interfecto presidente, se ha tomado la grotesca decisión de embalsamarlo y colocarlo en una urna de cristal en el nuevo Palacio de la Revolución para adoración perpetua de su pueblo, a imagen y semejanza del padre de la revolución soviética que en la lejana Plaza Roja hace tiempo dejó de ser objeto de culto para convertirse en gancho turístico. Así, en lo sucesivo, los opositores tendrán que competir contra el candidato oficialista recién juramentado como Presidente y contra el espectro de Chávez materializado en forma de momia.
En todo caso, existen grandes probabilidades de que el candidato del PSUV resulte electo en los comicios que se avecinan. Lo difícil será que logre remontar con éxito la espinosa situación socioeconómica que atraviesa Venezuela siguiendo las pautas establecidas por su predecesor, dizque socialismo del siglo XXI tal engendro. Porque, ciertamente, Maduro heredaría junto con el cetro de Miraflores una profunda crisis interna refrendada hoy por hoy en el aumento indetenible de la violencia, en la polarización extrema, en la devaluación de la moneda, en la descapitalización del país, en el deterioro de la infraestructura de una economía monoproductora, en la corrupción galopante y en la insostenible estrategia política de ganar adeptos mediante gratuidades y prebendas –forma distorsionada de redistribución de la riqueza–, entre otros muchos acuciantes y complejos problemas.
El espíritu de Chávez habrá partido con la gloria de los amplios y diversos programas sociales de salud, educación, viviendas y regalías al pueblo y a sus fieles que impulsó durante 14 años, y así pasará a la evocación de los más humildes como el benefactor. Su sucesor, en cambio, deberá cargar sobre sí la responsabilidad de las consecuencias de los desatinos del mandatario fallecido y de un mal entendido y peor aplicado proyecto de redención del pueblo.
Porque, como lo ha demostrado la historia, el populismo, lejos de generar riquezas, multiplica y generaliza la pobreza. El petróleo por sí solo no resolverá la crisis venezolana, y así como en Cuba –infinitamente más pobre de recursos naturales que Venezuela pero con una dictadura pródiga en astucias– el fidelismo no pudo superar siquiera el traspaso del ancianísimo caudillo vernáculo de la escena al camerino, los días del chavismo están contados a partir de estas mismas honras fúnebres, que podrían marcar el inicio de la adversidad de un guagüero devenido político.