LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Mayra vive en el centro del poblado de Jamal, cerca de Baracoa, en la provincia de Guantánamo, la más oriental de Cuba. Pero su vida transita por un desierto, debido a la lucha que lleva a cabo con los inspectores de la vivienda, para que le legalicen los cinco metros cuadrados donde reside. De ganar la pelea, podría retirar los cinco sacos que marcan la frontera entre ¨su casita¨ y un puesto de viandas.
Desde que me la presentaron, no dejó de sonreír, hasta para contar sus desgracias. Por torpeza y desconocimiento, le pedí permiso para pasar al baño de ¨su casita¨. Ella se sonrojó, y entonces percibí que había metido la pata, porque no existe el baño.
Como baño, la sonriente Mayra usa una cazuela, situada junto a la cocina, y que descarga en el rio de Jamal, a unos quince metros de distancia.
Cuando entré en ¨su casita¨, no sabía hacia dónde mirar para no sentir pena. Las tablas que cubren la mitad del cuartucho dejan pasar la vista de los caminantes. Con una división hecha de sacos de nailon, trata de ganar privacidad con respecto al agromercado colindante.
Los treinta y cinco años de Mayra se han multiplicado con los aprietos de la supervivencia. Pero ella no deja de sonreír, mientras construye sus propias esperanzas.
“La última vez que mi hija vino a verme, compró algunos bloques (de hormigón) para hacer las divisiones”, me dice, mientras levanta un mantel que esconde los materiales de construcción.
Mayra se quedó sola en Jamal cuando su hija, de 18 años, emigró hacia La Habana.
“Mi hija lloraba todos los días al levantarse. Tenía lástima de nosotros, por vivir en este pueblo. Me alegro de no haberla retenido. Al principio le fue mal, andaba en malos pasos en La Habana. Después, se encontró un hombre bueno que la ayuda”, confiesa.
Mayra recibe una pensión equivalente a 6 dólares mensuales, por su incapacidad para el trabajo. Cuando cobra, las deudas le arrancan el dinero de las manos. Como todos la conocen en el pueblo, compra fiado.
Para superar el mes, vende lo que aparezca en el mercado negro. Ella le da valor a un centavo de ganancia. En ocasiones la hija le envía un giro de 50 pesos, equivalente a 2 dólares, lo que significa un alivio para su economía.
“Yo no puedo pedirle más a mi hija. Ella trata de defenderse vendiendo ropa en La Habana. Su esposo se pasa las noches quemando los discos que vende. No siempre están bien”.
Lo que más desea Mayra es estar junto a su hija. Pero según me dice, tres son demasiados para vivir en un cuartico de la periferia capitalina.
La esperanza de Mayra, en 2012, es convencer a los inspectores de la vivienda para que le legalicen el cuchitril donde vive. Pero le es difícil, porque ella no tiene nada que ofrecer a cambio. Si no logra persuadir a los funcionarios, levantará sin permiso las divisiones. Está decidida, ¨aunque empeñe la vida para pagar la multa de 50 dólares por la infracción¨.