LA HABANA, Cuba, julio, 173.203.82.38 -Así se apellida el complejo comercial de Carlos III, ubicado en la calle homónima del municipio capitalino de Centro Habana. El edificio ocupa toda unamanzana, con un parqueo de autos al fondo, sobre la azotea de la manzana posterior, al cual se accede por una rampa voladiza. Es un bazar sumamente visitado por la comunidad, con una cafetería en los bajos, y puede ser recorrido a través de una pendiente en espiral que une todas las tiendas de los pisos.
Ya es un tópico del periodismo independiente hablar del escarpado abismo que separa los precios de los bienes de consumo y el salariopromedio de un trabajador cubano. Es llover sobre lo mojado. Sean estas gotas, un rociado más. Y es que el problema no escampa para la familia cubana, esa que puede llamarse de clase media por su nivel intelectual, y de clase baja por la pobreza de sus monederos. Día tras día, las aguas negras de la vergüenza salpican la conciencia de los cubanos, que no saben cómo ponerse a la altura de un nivel de vida que se les aleja paulatinamente, y se sienten humillados en una feria de vanidades a la que han sido invitados con los bolsillos rotos.
Desde que estoy viviendo solo, me he convertido en un hombre de tiendas. Siempre consideré una frivolidad ir de paseo por las tiendas, como si éste fuera un viaje de ensoñación por las nubes de la felicidad; pero ya se me ha hecho una rutina. Sin embargo, el insulto de los precios no deja de gritarme a la cara.
En mi última visita a Carlos III, vi un bate de beisbol infantil y una pelota en 21,85 CUC; o sea, que si un padre quisiera comprarle ese regalo a su hijo, no le alcanzaría su salario de todo un mes, pues tendría que invertir más de 540 pesos. Un hombre que estaba a mi lado, observando semejante disparate, me dijo “¡Qué falta de respeto! ¡Qué falta de respeto! Si esto se vendiera en Egipto, donde no se juega a la pelota, ¿pero aquí? Es para comprar el bate y partírselo en la cabeza al que puso este precio”.
En la sección Record, que tiene el récord de carestía entre todos los departamentos –y en la cual se venden básicamente los muebles y electrodomésticos– había una máquina de moler carne, de calamina, mecánica, como esas que hay en la casas de nuestros padres y abuelos, pero más frágiles, ¡en 104 CUC!, casi el doble de lo que cuesta una batidora eléctrica. Y en la planta baja, en la tienda de víveres (a la que ahora le llaman “mercado”, según una nueva nomenclatura comercial) había un estante de liquidación, con latas en conservas, en su mayoría peras de Estados Unidos, que vencían en este mes de julio. Las latas estaban oxidadas, y la rebaja era de sólo 30 centavos.
Una de las cosas que más me extrañan de las tiendas por divisas es la infrecuente rebaja de precios. Generalmente, ocurre cuando los productos “se añejan” en los anaqueles, como se dice popularmente. Este gobierno (llamado socialista) le ha criticado siempre al capitalismo su preferencia a botar los productos antes que a bajarles los precios. Pero al menos eso tiene una lógica mercantil. Lo que no tiene ninguna es tener que botarlos por malas estrategias comerciales, o dárselos vencidos a los clientes, o incluso a los trabajadores estatales. Hasta ahora, nunca he visto, por ejemplo, un pomo de mayonesa o de aceitunas rebajado de precio por su inminente caducidad.
Decía el protagonista de Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, que desde que se había quemado El Encanto (una de las tiendas más lujosas de la capital en los años 50s), La Habana parecía un pueblo de campo, y –con una de las frases más duras del libro– sentenciaba que las mujeres parecían putas, y los hombres, obreros. Hoy, muchas mujeres que van a las tiendas pensarán en prostituirse, dibujando un sueño de cojines y de alhajas; y los hombres, pensarán en robar. O tal vez, ellas soñarán con un príncipe azul que les ofrezca comprarles un regalo, para enamorarlas, mientras se extasían mirando inclinadas sobre el mostrador.
Después de oler tantos perfumes y galleticas, salí otra vez a la calle, donde el ruido, la peste y el tumulto, me acogían de vuelta de este mundo de fantasías.