LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – El largometraje de ficción Casa vieja volvió a los cines de estreno y a la Sala 2 del Infanta, donde puede ser apreciado hasta 26 de enero por quienes no la vieron durante el pasado Festival de Cine de La Habana, cuyo jurado le concedió una mención y el Premio de la Popularidad, lo cual le subió el ego al realizador Lester Hamlet, quien le expresó a Cecilia Crespo, reportera de Cartelera de Cine y Video, que la reescritura de la pieza teatral de Abelardo Estorino le dio la posibilidad de hablar desde su esencia y nacionalismo, “contar desde lo humano un nuevo conflicto: escudriñar, hallar y sugerir”.
Según el cineasta, su ópera prima se inserta por derecho propio en la actual producción nacional, pues “habla desde la historia de la historia y cuenta verdades sin tapujos, desnuda sus miedos con valentía y ya participa de un proceso consciente en los miles de espectadores que la han acogido entre sus vivencias”. Agrega que es “una película cubana desde el orgullo mismo de lo patriótico”.
La defensa es permitida, pero no hay que exagerar. Casa vieja no aborda ningún conflicto nuevo ni sugiere nada extraordinario, aunque trata desde lo humano motivaciones perdurables de resonancias éticas como la convivencia, la sexualidad y los trances existenciales de una familia detenida en el tiempo –década del 90 con resonancia de los sesenta del siglo XX-, en cuya casa desvencijada agoniza el patriarca, por lo cual regresa el hijo menor emigrado a España (un gay exitoso y contenido) que, sin proponérselo, desata ciertos tabúes y miserias aupados bajo el machismo y la intolerancia social.
La melodramática atmósfera hogareña es una apuesta por la familia y las tradiciones, en cuyo seno palpita el pasado revolucionario y el respeto al orden establecido, dado a través de las referencias al ciclón, las milicias, las movilizaciones y el trabajo, cuyo arquetipo es el hijo mayor –interpretado por el envejecido Alberto Pujol-, casado y con hijos, chofer de un funcionario pueblerino, quien desprecia a la irreverente limpiadora de calles (Isabel Santos), que aprovecha la llegada del pariente para rogarle interceda por una jovencita del pueblo que obtuvo una beca en otro país, pero le niegan el permiso de salida.
El resto del filme gira en torno a las evocaciones entre la madre (Adria Santana) y sus otros vástagos (Yadier Fernández y Daysi Quintana), el hermano del moribundo (Manuel Porto), algunos planos exteriores del pueblecito costero, las escenas de la funeraria y el cementerio, donde un secretario ajeno a la familia despide el duelo, interrumpido por el protagonista principal, enemigo de farsas.
En Casa vieja las contradicciones se reducen a las divergencias del hijo prodigo –tímido, culto y mundano- con las máscaras familiares y el contexto de inmovilidad del pueblo, por lo cual, antes de regresar a España, advierte a su madre que “sólo ama las cosas vivas que cambian”.
Hasta ahí las “verdades sin tapujos” y el “orgullo patriótico”. Nada trascendental. Bien el desempeño actoral de varios personajes –sujetos a espacios y diálogos escritos para otro medio-, y la atmósfera geriátrica de quietud, pobreza y falta de expectativas. Tal vez haya que descubrir las claves de la cinta en la recreación de la miseria, las frustraciones amorosas de la hermana casamentera y en la inoportuna y honesta barrendera que encarna Isabel Santos.
No siempre la recepción de una obra confirma la valía o contemporaneidad de ésta. Quizás cientos de personas vislumbraron sus propios secretos en las voces de los personajes de Casa vieja, pero a mí me parece ambigua y empobrecedora. El tema del estigma homosexual dentro de la familia, el regreso de emigrantes con otra percepción y el mito patriótico es pan comido en la cinematografía cubana.